En el 2014, pasé un par de meses en CDMX. Vivía en el último piso de un edificio cerca de Fuente Cibeles. La ventana de mi habitación daba a la calle; todas las mañanas podía escuchar las conversaciones que tomaban lugar en la acera. Con claridad percibía el buenos días, qué tal, saque su coche del estacionamiento. Para mí era algo totalmente nuevo: crecí en una ciudad donde los edificios altos y las unidades habitacionales son escasos. Presenciar el ruido de los vecinos o de la calle, el bullicio de la ciudad, no me era cotidiano. Leer el texto de Deyanira me hizo recordar aquellos días de intercambio estudiantil en la UNAM. Los ruidos del día a día. El rastro de la rutina por medio de los sonidos. La licuadora, la música, los llantos, los gritos, los gemidos. Nuestra vida está marcada por el ruido, la arquitectura, los espacios. Podemos hacer una cartografía de nuestros ruidos y los de los demás. Morales se sumerge en la reflexión de estos aspectos, producto de pasar más horas de las habituales en su hogar en consecuencia del encierro.
Morales nos abre las puertas de su cuevita y nos comparte sus ruidos, porque esos ruidos de los vecinos ya son parte de su rutina, ya se los apropió: los conoce y se conoce por los sonidos.
K.M.C.
Los ruidos que me habitan
Es bien sabido que a una persona ciega se le desarrollan los demás sentidos, su cerebro se reconfigura para poder construir imágenes mentales de lo que está viviendo: esa habilidad sensorámica es diferente para quienes nacen con esa discapacidad visual o por algún motivo la pierden después. En esa forma de sentir el mundo, desarrollan habilidades para identificar, con el aroma, cualquier objeto o persona, con el tacto pueden reconocer las texturas; la exigencia del mundo para estar alertas y sobrevivir los convierte en sensores activos en todo momento.
Yo, por ejemplo, enfrento esta pandemia con todo mi cuerpo, desde que inició esta cuarentena y he quedado en confinamiento en un departamento en el que el recorrido más largo que puedo hacer es desde el cuarto a la zotehuela, no más de diez metros. Mis piernas se han atrofiado de tal manera que mi andar es más testarudo y bofeante, día con día reconozco dolores o malestares en mi cuerpo por estar acostada o sentada por lapsos muy largos.
Puedo pasarme horas frente a la pantalla de mi laptop y sentir cómo mi trasero queda marcado en la silla de imitación de cuero beige; mi piel, a la que ya no le da el sol, ha cambiado de tono, mi morenacidad ha pasado a tener un aspecto amarillento y mis pecas se ven más expuestas, ni qué decir de mis ojeras prominentes heredadas de mi madre.
En esta nueva forma de existir el mundo, de padecer el encierro y acostumbrarnos a una “nueva normalidad” que aún no logro comprender, he notado que mi cerebro se está reconfigurando, está tratando de asimilar este nuevo ser y estar en el que ya no hay socialización, a veces mientras cocino hablo sola, me muevo dentro de los límites del departamento y cambio de escenarios para variar la cotidianidad, de un sillón me cambio a otro o me muevo de la habitación al escritorio. Al encierro lo define mi cuerpo y mi cuerpo queda definido por la experiencia vivida de la bulla y el estruendo.
Desde hace unos meses me percaté que he desarrollado mi sentido del oído, he agudizado de tal forma la habilidad de escuchar que puedo oír claramente los ruidos de este confinamiento. Hace un año mi compañero y yo nos mudamos juntos, vivimos en una unidad habitacional en la que hay más de doscientos departamentos y coexistimos con más de 800 personas, son tres torres chaparras, pero anchas, nosotros vivimos en la torre de en medio.
Nuestro departamento tiene todas las comodidades necesarias para una pareja, nosotros la nombramos la cuevita, tiene el espacio para la sala, comedor, una cocina amplia, una zotehuela, el baño y dos habitaciones —una la ocupamos de estudio y en la otra dormimos—. La recámara tiene una ventana larga que da hacia la otra torre y al estacionamiento, desde ahí podemos ver las ventanas de los demás departamentos, los cuales están construidos con efecto espejo, así que podemos decir con seguridad que vemos las habitaciones y las ventanas de los baños de toda la torre. El espacio que todos vemos es el cubo que se forma por la unión de todos los departamentos.
Las torres están construidas con tabiques que quedaron expuestos, el color es una naranja mate, antes de vivir aquí cuando pasaba y miraba estos edificios pensaba que era una escuela. Este tipo de unidades están construidas para que nunca te sientas en soledad, desde que estamos confinados mi oído se agudizó, puedo escuchar la alarma de mis vecinos de arriba, siri les dice: tu alarma está configurada para las 9 de la mañana; puedo escuchar al niño de enfrente tomar sus clases televisadas, a su mamá gritándole que no recogió la ropa y ahora está empapada por la lluvia.
Los jueves o viernes mientras me estoy lavando los dientes puedo escuchar cantar a un grupo de mujeres, desconozco su edad, pero por las canciones que cantan y lo joven de su voz, pienso que son adolescentes, seguramente hay muchos vecinos que se han quejado, yo la verdad sonrío mientras las escucho, me dan ganas de asomarme a la ventana y cantar con ellas. En tiempos como los que estamos viviendo, en este mundo que nos quiere sin voz, escuchar cantar a un grupo de mujeres se convierte inmediatamente en una señal de esperanza, diario leo que nos han quitado a una hermana, que ya desapareció otra y escucharlas a ellas hasta me parece revolucionario. Canten, canten, pienso mientras lavo mis dientes.
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Antes del confinamiento, no podía escuchar nada de esto. Llegaba del trabajo y lo único que quería era cenar y dormir, supongo que al usar todos mis sentidos no había afinado ninguno, pero ahora todos esos ruidos traspasan mis tímpanos con una soltura descarada y sin pedir permiso. Es curioso, pero puedes conocer a las personas por los ruidos que hacen, interpretar sus vidas y emitir enunciados certeros de lo que son y hacen. En los desayunos, mi compañero y yo deducimos sus vidas, calculamos edades, vicios, costumbres y rutinas. El vecino siempre suena fuertísimo su nariz mientras se ducha, su amante usa tacones todos los días y, desde temprano, su actividad sexual es grotesca y sin límites naturales.
Hace un tiempo un amigo al que le conté esta situación y la ha vivido de cerca con nosotros, me recomendó un artículo que se publicó en la revista Nexos, el título ya anuncia mi satírica situación Vivir juntos y escuchar a los otros: El ruido como problema de convivencia vecinal.
El ruido en la Ciudad de México hace su incipiente aparición como problema de convivencia vecinal hacia los años cincuenta del siglo pasado, a raíz del surgimiento de las primeras unidades multifamiliares de vivienda. Muy pronto surgen en estos espacios los rasgos que definirían la sociabilidad urbana y que propiciarían la emergencia del ruido como objeto de conflicto: mucha gente, poco espacio, demasiada cercanía y la impersonalidad de las relaciones entre personas que, de pronto, tienen que hacer vida en común con gente desconocida, de procedencia diversa y con costumbres muchas veces incompatibles.
Leo el primer párrafo del artículo de Ana Lidia M. y empiezo a comprender que nuestra experiencia de vida está marcada por tintes sociopolíticos y geográficos, nuestra situación laboral nos permite quedarnos arraigados en un confinamiento privilegiado, pero no nos da para pagar o comprar un departamento aislado con estructura y diseño que ayuden al silencio. Pero pienso: es la Ciudad de México y mientras sigamos aquí así son los contextos ruidosos y problemáticos.
Siempre quise salirme joven de mi casa, ser independiente y tener mi propio departamento con mis propias reglas, cumplir con el imperativo de Virginia Woolf y tener un cuarto propio, pero la situación económica nos llevó a mi compañero y a mí a adquirir este departamento, debo decir que lo veo y me parece armonioso, me da paz el acomodado de los cuadros, los libros y las plantas, en este año hemos logrado impregnar a la cuevita de nosotros, lo que sea que eso signifique.
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Hace poco hubo un temblor que se sintió muy fuerte para ser el poniente de la ciudad, cada uno nos encontrábamos haciendo el famoso home office, pero la alarma sonó fuerte y bajamos a la zona de seguridad, una cancha que se encuentra en la parte trasera de las torres. Hasta ese momento nos pudimos dar cuenta de la cantidad de personas que éramos, pero no solo eso, sino también la cantidad de compañeros caninos que había, entre perros, gatos y personas, esperamos que terminara la sacudida.
En ese momento, pude darle rostro a personas que no conocía físicamente, pero que tenía en mi mente una lista minuciosa de sus hábitos y todo gracias al registro que tengo de sus ruidos, el tipo de pisadas, la programación de sus alarmas, sus gustos musicales. A veces he imaginado planes muy concretos para joderlos, una vez les aventé una florecita de madera de mi maceta porque no me dejaban dormir, ese ataque fue limpio y anónimo, todo lo demás queda en deseos reprimidos como pegarles en el techo con mi escoba durante toda la madrugada, poner el audio de un bebé que llora, dejarles una pegatina en su timbre para que se quede sonando. He de confesar que empiezo a desquiciarme.
Es entonces posible distinguir dos tipos de experiencia de la arquitectura, una distraída, otra atenta o consciente. La primera es habitual y no exige especial disposición del sujeto para vivirla. En la segunda, por el contrario, se alertan los sentidos y se dispone la mente para apreciar todo aquello que un lugar le ofrece” (La arquitectura como experiencia espacio, cuerpo y sensibilidad, 2002)
Leo las lecturas de arquitectura que me pasó mi prima quien estudia en esa Facultad en la UNAM, me vuelan la cabeza, intento comprender en qué momento se les ocurrió construir casas esponja y por qué no pensaron en el bienestar emocional que puede quedar tambaleado por los sonidos, el escuchar a los otros, el habitar con los otros.
Ahora sé que existe una arquitectura del oído y del olfato, aunque he de confesar que ese último sentido no lo he desarrollado tanto como el primero. Nunca antes había estado tan interesada en la arquitectura como lo estoy ahora. Mientras leo, pongo una lista de reproducción que se llama Tokyo raining, me relaja porque se escucha la lluvia, las pisadas de la gente en la calle, el barullo de la avenida, logro abstraerme de los ruidos de mi vecindario, pero en cuanto regreso a la experiencia sensorial de mi sistema auditivo en el aquí y el ahora, puedo identificarme más con un escenario a la Fadanelli, uno mucho más oscuro y caótico.
En Los ojos de la piel, de Juhani Pallasmaa, se habla acerca de la intimidad acústica, una a la que claramente no tengo acceso —la vista aísla mientras que el sonido incluye—, no me queda claro, mi experiencia sensorial me posiciona en un umbral de desventaja, me aíslo de mi misma con los ruidos tan diversos de mi vecindario. En ese texto leo sobre oír la estructura y eso solo me hace recordar el muro de los secretos que está en el exconvento del desierto de los leones, en ese muro puedes hablar de un punto a otro por medio de unos agujeros, es sorprendente. No dudo que en mi departamento haya un muro como esos y podamos escuchar a todos al unísono.
Todo edificio o espacio tiene sus sonidos característicos de intimidad o monumentalidad, invitación o rechazo, hospitalidad u hostilidad. Un espacio se entiende y se aprecia tanto por medio de su eco como por su forma visual, pero el precepto acústico normalmente permanece como una experiencia inconsciente de fondo. (Pallasmaa, 1996)
Qué pensarán mis vecinos de mí, qué ruidos míos habitan sus cuerpos y mentes, qué rutinas me atribuyen, qué tipo de pisada me caracteriza, me oirán hablar… escucharán mis cantos matutinos, ya se hicieron una imagen de mí por el tipo de música que escucho o por cómo sueno mi nariz. ¡Qué curiosidad!
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Natalia Ginzburg escribe en su libro Las pequeñas virtudes lo siguiente:
No nos curaremos nunca de esta guerra. Es inútil. Jamás volveremos a ser gente serena, gente que piensa y estudia y construye su vida en paz. Mirad lo que han hecho con nuestras casas. Mirad lo que han hecho con nosotros. Jamás volveremos a ser gente tranquila.
Mientras releo ese fragmento de Natalia, escucho la escoba de mi vecina, quien barre su entrada cada día sin parar, desde mi ventana puedo visualizar a su virgen de dos metros acomodada en la mesa de su comedor, creo que me observa o tiene ese efecto de las figuras religiosas que parece que te siguen con los ojos. Quiero salir, ponerme en mi barandal y gritar en tono de manifiesto: mirad, mirad, ya estamos todos locos.
Deyanira Morales (1994). Nació en la Ciudad de México, estudia la maestría en Estudios de la Mujer (UAM-X). Dentro de su trayectoria, ha participado en radio y en proyectos de intervención social. Actualmente, es coordinadora de educación, docente y tallerista en un centro comunitario en Santa Fe, también es poeta y se dedica a la escritura desde una perspectiva feminista. Sus poemas han sido publicados en dos antologías: Mujeres poetas en el país de las Nubes (2019) y en Coordenadas de voces femeninas VII (2020), así como en Círculo Literario de Mujeres.