Randonautica
Había que empezar con una intención, un propósito, es lo que todos repetían, aunque a mí esa condición me parecía un disparate. Si algo se conseguía, a lo mucho, era distraer la mente del futuro incierto y obviar los comentarios hipocondríacos y distantes que se escuchaban por todos lados. Nada más ingresar a la aplicación te recibían las letritas doradas y el curioso logo de un búho que, torciendo el pescuezo, te miraba de frente. Un escalofrío me subió por el espinazo cuando mis ojos encontraron sus pupilas; un fuerte impulso que me condujo a detenernos, tirar el celular como si fuera cosa de brujería, pero no había más que hacer: nos ganaba el aburrimiento. Me registré. Nos registré. Habría que explicar con quién estaba para que este cuento tenga sentido, un poco siquiera, pero es cosa del 2020, ¿acaso algo lo tuvo entonces?
Se llamaba Juan. Y le pondré Juan porque su nombre de pila era así, genérico, casi indistinguible, por poco y tan común como el mío, aunque él era todo lo contrario. Te endulzaba, te dejaba un brillo en el paladar parecido al del chocolate y yo con facilidad me hice adicto empecinado en conocer su boca como si se tratase de un nuevo dialecto. Lo que él pensaba era un misterio, pero se me iría descubriendo conforme pasaran las horas, los días, los meses, quizás los años… no, no hay mal que dure cien de esos ni cuerpo que… ¡Baah! Ya sabes cómo va el resto.
Juan y yo habíamos charlado por un tiempo antes de conocernos. No demasiado, pero estando encerrados los días podían hacerse eternos, así que al primer vistazo ya nos sentíamos algo afiebrados. Nos mirábamos y nos mirábamos en un intento de reconocimiento, porque de algo ya nos conocíamos: habíamos matado varias tardes a larga distancia, mientras compartíamos películas piratas cada quien en la comodidad de su propio cuarto. Las primeras veces nos despedíamos con timidez por teléfono, como disimulando el intento de gileo, pero poco a poco las despedidas se hicieron más tiernas: él me daba las gracias por la compañía y yo fantaseaba con conocerlo y robarle un beso, por más de que no supiera cuándo es que eso pasaría. Hasta que por fin terminó el encierro. No acabó de modo legítimo, sino por agotamiento. Quizás las autoridades se aburrieron de propinar multas, si es que alguien puede creerse eso, o a lo mejor solo se cansaron de que la burocracia no fuese tan rentable como antes. La gente que deambulaba por las calles era a su vez la que andaba sin plata, ¿¡cómo diablos iban a pagarles si justo salían para agenciarse algún dinero!? Y por supuesto que no le darían lo poco que conseguían a la policía, preferían ir presos. ¡Para lo que dura eso en Perú! Más se tarda uno en rehabilitación o en el colegio, pero de eso ya hablaremos luego.
—¿Cuánto más crees que dure esto? —pregunté mientras le pasaba el porrito a Juan en nuestro primer encuentro.
—No lo sé, ya quiero que acabe —respondió recibiéndolo—. Me voy a volver loco a este paso.
—Como todos —dije—. Yo creo que seguiremos así un par de años… Lo que dudo es que la gente aguante. Tú al menos tienes un trabajo, ¿pero el resto? Mando y mando mi CV, pero no me parece que vaya a conseguir chamba.
Había decidido mostrarme tal y como era: misio, sincero, racional. Ya había jugado a hacerme pasar por otra persona durante muchos años y no creía posible sostener tal esfuerzo en semejante estado de cautiverio. Me parecía que él pensaba igual, o al menos eso aparentaba. Ese día no hicimos nada, simplemente conversamos, pero al cabo de unas semanas ya estábamos saliendo. Yo atravesaba la ciudad una vez a la semana para visitarlo a su casa, ataviado con doble mascarilla, protector facial y untado en alcohol cual mermelada; paseábamos por los amplios jardines de la Residencial San Felipe, mientras que yo me embriagaba con el aroma del petricor mezclado con los últimos perfumes de temporada y la visión de los árboles longevos que se alzaban firmes desde el fondo del suelo. Me encantaba su arquitectura de ciudadela gris a escala y las rayas violetas y anaranjadas que arañaban el cielo cuando el sol se lanzaba hacia lo profundo de las playas. Después de unas vueltas, Juan me hacía pasar a su casa y acompañábamos daltónicos besos con mis puchos y su sabor añejo. No se suponía que él fumara porque sufría de asma, pero sonaba inofensivo que pique unas pitadas de mi cigarrillo. Conversábamos por largos momentos en su terraza hasta que me lanzaba a estamparle una buena tanda de besos y por fin subíamos a su cuarto para tendernos en la cama. Hasta que un día, y para esto no habrían pasado tantas semanas como imaginas, nos aburrimos de todo ello y luego de andar a buena distancia de la gente que andaba por la plaza, un amigo me contó por audio que existía esta nueva aplicación llamada Randonautica y que todos querían probarla. En primera instancia, porque te hacía explorar sitios lejanos y era una excusa oportuna para que saliéramos sin sentirnos culpables. En segundo lugar, porque daba la impresión de que había cierta magia involucrada en su funcionamiento, no solo por el extrañísimo logo del búho, sino por sus ambiguas opciones: buscar un atractor, llamar al vacío, pedir inspiración o acumular suerte. Nos decidimos por el atractor.
Creo que en la era inmaterial, de la distancia, tenía sentido que mi tótem fuera básicamente eso, algo que colindaba con lo metafísico y lo ordinario, lo mítico y lo tecnológico, lo extraño y lo entendible. Pronto se hizo evidente que me faltaba vida. O, mejor dicho, vivir a la antigua forma moderna, al aire libre y sin preocuparme. Deseaba besarlo en los parques, convidarle un helado en el malecón y chorrearme los dedos hasta el hartazgo, prenderme un pucho sincero a la hora del desengrase y después lanzar un tanto más. Y necesitaba hacer todo eso sin lavarme las manos, sin desinfectarme con gel ni tanta huevada, necesitaba mancharme de mugre sin temer ni titubear, como los animales. Para eso había nacido yo, pensaba; solo que muy adentro, muy adentro de mí, el aullido feroz se ahogaba, esperando alguna vez volver a liberarse. Por eso parecía inevitable el momento en que la aplicación dibujó la palabra “sabor” en mi pantalla. ¿Ese era el atractor? Nos mandó a un lugar cercano, a unos 700 metros de donde estábamos. Llegamos por fin hasta una banca donde no había nada. Nos sentamos absortos en la charla que librábamos desde una media hora antes cuando pasó una mujer con el rostro desencajado. “Aquí en la resi la gente se está volviendo loca”, me dijo él, y no mentía: desde que lo conocí me acostumbré a cruzarme con ancianas que de pronto gritaban, con cuarentones que desinfectaban el aire hasta la paranoia, pero lo peor sin duda eran los fumones que ya empezaban a darnos miedo cuando nos los cruzábamos; la costumbre se les había desbordado. Cuando por fin me aburrí y se me adormeció la parte del culo que tenía recargada sobre la banca, recordé que traía unos caramelos en un bolsillo de mi casaca.
—¿Quieres? —le extendí unos cuantos. Juan inmediatamente se emocionó. Para él, esa era la señal que tanto esperábamos.
—¡Sabor! —exclamó emocionado.
—¡¡Sabor!! —repetí yo más fuerte. Le tomé la mano y corrimos hasta su cuarto. Me sorprendió que me dejara porque normalmente le avergonzaba que lo haga. Lo desnudé y con seguridad me arrojé sobre él, lo besé, él me besó, hicimos el amor por primera vez. Esa noche le dije para estar y me quedé a escondidas en su casa; a la mañana siguiente volví incrédulo a mi hogar. No me explicaba lo que había pasado, pero me convencí a mí mismo de que lo amaba, y desde entonces jamás lo dudé: lo amaba.
El problema quizás fue que no me enteré de lo que en verdad pensaba de inmediato. Nuestra relación pareció prometedora durante el primer mes, pero al mes siguiente me llegó el primer indicio de que había algo raro, como un pájaro muerto que cae inerte frente a tus pies. Una semana antes habíamos comido hongos alucinógenos para pasar el rato. Yo ya había experimentado sus efectos, pero para Juan fue su primera, y en teoría, única vez. Nos juntamos con su amiga, luego de asegurarnos de que ninguno estuviera infectado, y le compramos los hongos al dealer que le vendía a la chica su marihuana. Las setas lucían geniales, tenían las cabezas teñidas de un amarillo dulcete que recordaba a la miel o a un trozo de ámbar y las colas, pronunciadas y largas, las disfrazaban de medusas capaces de conducirnos a la muerte. Ninguno quería eso, simplemente no sabíamos con qué más divertirnos. Juan y su amiga compartieron una dosis a medias, yo me comí una entera.
Al principio no sintieron nada pese a que les mostré decenas de videos, cada cual más hipnótico que el otro. Intuí que les hacía falta un estímulo más vívido para que agarraran la onda, así que los saqué a que paseáramos un momento. Fue mágica esa tarde porque ni bien salimos nos encontramos con un solitario cerezo que había arrojado al suelo todos sus pétalos rosados. Cual mariposas nos acercamos a ellos, dispuestos a posarnos en aquella perfecta alfombra rosácea; para ese entonces los tres ya andábamos medio delirando. Y la cosa acabó bien, contentos, con la típica expresión de felicidad que deja un psicotrópico bien dado, hasta que al cabo de unas semanas Juan empezó a delirar en serio. Yo había escuchado que los hongos psicodélicos podían despertar ataques de esquizofrenia, pero que se presentaran tanto tiempo después me parecía por lo menos raro. Acudí a Google, que todo lo sabe, y encontré que el efecto de los hongos en la sangre duraba un par de días a lo mucho. La familia me hizo un lío bárbaro. Juan no tenía mamá y su papá andaba en la casa chica (que se había vuelto la grande), gastando todo su legado. La hermana amenazó con internarlo, canchera porque había hecho lo mismo con su hijo y ahora andaba con el pecho inflado, presumiendo que lo había reformado. De verdad que daba pena la mujer, ciega como un murciélago, pero, ¿qué le iba a decir? Había que darle el amén.
Me enteré de que Juan tampoco estaba seguro de su sexualidad como me había contado. La hermana reformista era homofóbica, pese a los esfuerzos que hacía por disimularlo, y el papá también. Mi novio se desvanecía entre mis manos y yo pensaba “ya va a pasar, ya va a pasar”; ¡qué ingenuo que es uno a veces! Sin embargo, a las finales, el episodio no fue para tanto. Todo volvió a la normalidad, salvo porque de pronto Juan extrañaba demasiado a su mamá. Muchas tardes me la pasé conteniéndolo, cuidándolo, y de tanta melancolía hasta a mí me entraban ganas de llorar; entonces nos terminábamos turnando, porque si no era él quien estaba mal, era yo quien hacía escándalo, pero siempre a media voz, como a los chicos nos enseñan a llorar acá. De pronto Juan me salió con unas historias de que yo era muy macho y él no, y mientras yo pensaba que algo en su mente se estaba quebrando, pero confiaba en que solito podría con ello porque no lograba comunicármelo bien por mucho que yo insistiera. Y la verdad no tuve mejor idea para que los meses se nos pasaran que seguir fumando y fumando hierba, como si nos fuera a ayudar en algo. Yo siempre había amado la marihuana, incluso desde antes de entender qué era porque recuerdo una vez en que fui con mis viejos a una feria artesanal y me prendí de un collar que tenía calada una gigantesca hoja de marihuana. A ellos no les hizo mucha gracia, pero igual me lo compraron porque no solía pedirles nada; sabía que no tenían plata. El tema es que todo eso había quedado atrás y yo fumaba hierba como si se tratara de una variación del cigarro, pero en los últimos meses ya no me sabía igual. ¿Cuántos habían pasado? ¿Seis desde que estaba con Juan? Mierda, ya casi era navidad. En cosa de nada sería año nuevo y el 2020 se habría ido volando. Desperté de mi letargo. Sabía que, si no lo hacía, no podría salvar nuestra relación y yo estaba convencido de que teníamos algo especial, así que le compré un buen regalo, comencé los planes para el verano y a todo le ponía mi mejor cara. Él también se portaba fenomenal, aunque de pronto me decía “ya quiero que sea navidad”, a lo que respondía que yo también. Y después, “ya quiero que sea año nuevo”, “no soporto el trabajo”, “todo va de mal en peor”. ¿Qué pasa aquí?, empecé a sospechar, ¿qué tanto estás esperando? ¿Me vas a dejar? Preferí no demostrar mis inseguridades, pero el día de año nuevo, el declive llegó.
Esta vez no era un pájaro muerto el que caía a mis pies, sino cientos de búhos sangrando, gritando, era un acto incontenible y perverso. Creo que comenzó pasadas las diez. Armé un porro y mientras lo fumábamos con un poco del espumante que a Juan le habían mandado del trabajo, algo confuso empezó a ocurrir. Primero me hizo prometerle que no le terminaría, pase lo que pase, y eso pareció reconfortarlo, aunque rápidamente volvió a la carga:
—¿Crees que nos apuramos? —me preguntó de pronto.
—No falta nada para que sean las doce —dije fingiendo estar desconcentrado.
—Me refiero a nosotros.
—No. Yo no pienso eso —le respondí muy seguro y me puse a llorar.
No me sentía nada macho; de hecho, todo lo contrario. Eran las once y cincuenta según mi teléfono y las lágrimas me caían como los vitrales de un templo que ha sido zarandeado. Me fui al baño a cagar. Así es, recibí el año cagando. Cuando salí ya se me había pasado, estaba dispuesto a intentarlo, cuantas veces fuera necesario. Esta vez fue Juan quien se soltó a llorar con una estridencia que no se me hizo normal. No sabía qué hacer, solo lo sujeté contra mí y respiré el aroma de su pelo entre decenas de besos desconsolados, pero sentía cómo caía y caía y caía, eternamente, hasta que se durmió en ese estado de cansada alerta, sollozando. A la mañana siguiente fingió mejorar y yo me regresé a casa para darle unos días en paz o de otro modo habría tenido que quedarme todo el fin de semana en su casa, porque hasta el lunes ya no permitían el tránsito de carros. No lo vi más. A la mañana siguiente me llamó la hermana para decirme que lo había mandado a rehab, que yo lo había malogrado. No supe qué responderle: acababa de empezar el año y ya estaba hasta la sien de mierda; sería a lo mejor lo único que atraigo.
Jose de la Peña Lavander Nacido en Áncash, en la ciudad portuaria de Chimbote el 20 de octubre de 1993, aunque vive en Lima desde los 2 años. Graduado de bachiller en la carrera de Comunicación y Publicidad en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Máster en Creación Literaria con Grupo Planeta en la Universidad Internacional de Valencia (VIU) gracias a Becas Quiero. Ha escrito para Revista h, Dedomedio, Access y Open Cusco. Escribió la serie web “Dos es mucho”, ganadora de 5 premios en los Series Web Awards 2017, organizado por el instituto Toulouse Lautrec, incluidas las categorías Mejor serie, Mejor dirección y Mejor guión. En 2018 publicó “Breves paseos por Marte”, un libro con 9 relatos cortos que abordan desde una perspectiva juvenil el descubrimiento de la vida nocturna en Lima. Se encuentra próximo a lanzar su primera novela.