Los fantasmas acechan, no como un depredador latente, sino como el rastro grotesco y hasta macabro de un centro que dejó de sostenerse antes de que siquiera pudiéramos pronunciarlo. En este cuento de Sabina Torres, el encuentro fantasmagórico se vuelve un punto de aporía, un vehículo para un impasse lingüístico que lleva a una incomunicación siniestra, un ensimismamiento lúgubre que lleva a algo más funesto que la muerte: la insignificancia.
-E.L.A.
Dejarse ir
Lo vio por primera vez un día que la despertaron las ganas de orinar. A pesar de todos los meses que llevaba durmiendo ahí, todavía no se acostumbraba a aquel cuarto grande y medio vacío de techos demasiado altos, así que en un principio pensó que se trataba de una lámpara que había movido de lugar, o un montón de ropa sobre la silla, o alguna sombra que viniera de afuera. La desconcertó, pero no se preocupó lo suficiente para analizar la figura a detalle, sólo salió de la recámara, hizo pipí con la puerta abierta, y regresó para seguir durmiendo. Se detuvo en el marco de la puerta antes de entrar y entonces lo vio otra vez.
Quizás sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad del pasillo, porque entonces pudo distinguir sus facciones con toda la claridad que la noche le permitía: el cuerpo encorvado con un hombro huesudo alzado a la altura de la oreja, un brazo retorcido de manera antinatural sobre el pecho, cabello negro, grasoso, y el rostro deforme en una mueca exagerada de agonía. Debía estar aún adormilada, porque no se asustó de inmediato. El miedo fue creciendo a medida que ella se dio cuenta de lo que estaba pasando: había un hombre extraño y deforme sentado en la silla adentro de su habitación; ella no lo había escuchado entrar, y no estaba segura de cuánto tiempo había estado durmiendo en su presencia. El hombre estaba totalmente inmóvil. Ni siquiera movía el pecho para respirar. Ella lo observó un par de segundos. Él parecía no notar su presencia y su mirada se concentraba sólo en un punto fijo de la pared, al lado izquierdo de la puerta. Ella sentía el corazón en la garganta, y después de una pausa extendió la mano hasta el apagador dispuesta a encender la luz. En ese momento el hombre se levantó ágilmente, caminó hacia ella, y luego pasó a su lado y salió de la habitación para desaparecer por el pasillo.
Él se había ido, y ahora ella, con el corazón en la garganta, empezaba a pensar si tal vez estaba dormida o atontada y mañana ya habría olvidado a aquel hombre, al igual que olvidaba tantas de sus pesadillas. Volvió a la cama y se dio cuenta de que aquella era la primera vez en semanas y semanas que veía algo igual de humano que su propio reflejo.
El día siguiente ella despertó con el canto de los pájaros y el sol entrando por la ventana que daba al jardín interno, y con tal panorama, el incidente de la noche anterior parecía, tal como ella había previsto, sólo un mal sueño. Dejó de pensar en ello enseguida.
Caminó a la terraza y contempló su pequeño huerto con amor. Miró a su maceta con arvejillas. Estaba empezando a quedarles pequeña, necesitarían un trasplante pronto. Eran sus favoritas porque eran las únicas de todas sus plantas que había sembrado sin la intención de comérselas en algún momento, sólo quería ver las flores. Pero la planta todavía era muy joven, estaba a unos meses de florecer. Se sobrepuso a la urgencia de cosechar las zanahorias, que aún estarían muy pequeñas, y se conformó con arrancar un par de ciruelas verdes de su pequeño árbol. Después fue a la cocina y se sirvió agua tibia en una taza. Movió el cuello adolorido de un lado a otro y recordó el rostro deforme de la noche anterior. No sintió miedo, pero se acordó de Santiago.
Últimamente Josefa pasaba la mayor parte de los días debatiéndose entre seguir esperando a Santiago o tomar la decisión de una vez por todas y matarse. Santiago se había ido hacía tres meses, y había jurado que no tardaría más de una semana en regresar, así que lo más seguro es que ya estuviera muerto. Y quizás hace bastante. A Josefa no la detenía tanto la esperanza de que él volviera sino la posibilidad remota que, de hacerlo, la encontrara muerta y tuviera que enfrentarse a su cuerpo descomponiéndose… no lo hacía por sí misma porque no tenía ningún interés en seguir viviendo, sino por él: por evitarle el mal trago de regresar del apocalipsis para encontrar a su esposa muerta en el único lugar que habían podido convertir en algo propio.
Josefa siguió dándole traguitos a su agua tibia. También estaba guardando el café instantáneo por si Santiago regresaba, así que tal vez sí que había algo de esperanza adentro de su corazón y eso la mantenía lejos del suicidio.
Escuchó ruido afuera y se acercó a la ventana. Se asomó abriendo ligeramente la vieja cortina y miró hacia la calle: nada importante, algún vagabundo había roto el último vidrio que quedaba en pie en la farmacia. Atrás del aparador no encontraría nada más que polvo y escombros.
Josefa intentó no pensar en el día que tenía por delante, y se hizo creer que no tenía ganas de irse a la cama desde ahora. Se iba a acostar en el sillón, y esa era mejor idea que volver a entrar a su habitación y enfrentarse al recuerdo de la presencia del hombre al que había conocido la noche anterior.
***
Antes de irse a acostar después de un largo día de intentar planear su futuro y contemplar el suicidio, Josefa se tomó una de las pastillas para dormir que guardaba para días de angustia extrema. Era un antipsicótico que había encontrado en uno de los muebles del baño de la vecina, y solo un cuartito de cada pastilla le era suficiente para dormir por dieciocho horas seguidas. A veces lo pagaba caro, con pesadillas angustiantes y unas ganas tremendas de hacer pipí al despertar, pero casi siempre valía la pena.
Josefa se acostó intentando con todas sus fuerzas no pensar en la silla vacía al pie de la cama. Quería leer un poco en lo que la pastilla le hacía efecto, pero no le dio tiempo y cayó rápidamente en un sueño profundo.
***
Lo primero que hizo al despertar fue mirar la silla. Estaba vacía, tal y como ella lo esperaba. El sol, alto en el cielo, le indicaba que era ya más de medio día. Y algo en su corazón le decía que aquel hombre la había visitado en la noche mientras ella dormía, y que se había ido antes de que el sol saliera. Sintió un escalofrío.
Salió de la cama sintiéndose todavía adormilada por la medicina, y en vez de ir primero al huerto como todos los días, fue directo a la cocina, abrió la puerta de una de las alacenas, y agarró la primera que encontró: era whisky barato. Lo abrió y le dio un gran trago, sin importarle cómo pudiera interactuar con la medicina que había tomado la noche anterior. El alcohol también solía guardarlo para cuando Santiago regresara. Cuando todavía estaba aquí, habían encontrado consuelo en emborracharse hasta no poder mantenerse en pie, coger, y dormir hasta la tarde siguiente. Josefa extrañaba esos días, y extrañaba a Santiago.
Se puso de pie. Alguna vez su amiga Sandra le había dicho que la mejor manera de evitar visitas no deseadas era hacerse presente en su propia casa: “donde no estás tú presente es más fácil que haya otros presentes”, le había dicho, así que, un poco atontada por el alcohol, la medicina y la tristeza, Josefa empezó a caminar por todo el departamento, concentrándose sobre todo en las esquinas y los espacios detrás de las puertas. Cuando no estaba segura de haber pasado por un lugar, se encontraba imaginándose al hombre deforme sentado en el espacio que ella aún no había ocupado.
Dejó su cuarto para el último, y cuando por fin le llegó el turno, se paró bajo el marco de la puerta, se metió debajo de la cama, y luego se paró sobre ella, extendiendo los brazos lo más posible para intentar alcanzar los techos altísimos. Se le erizó la piel al imaginarse al hombre flotando arriba de ella, viéndola dormir con su hombro encorvado y su mirada de sufrimiento fija en algún lugar que ella no podía distinguir…
Josefa caminó por toda la habitación y finalmente se sentó en la silla, en la que sabía que el hombre se había sentado la noche anterior para observarla dormir. Se sintió pesada. Esperaba que él no se lo tomara a mal.
***
Josefa despertó en la madrugada y vio al hombre sentado en la silla. Le dio tanto miedo que le dieron ganas de llorar, y temió haberse hecho pipí encima. Él ni siquiera la miraba. Sus ojos estaban fijos en otro lado, como siempre, y el único movimiento que hacía era su pecho moviéndose al ritmo de su respiración.
Josefa se preguntó por qué no habría funcionado hacerse presente en toda la casa. ¿Era acaso que su presencia no era suficiente? Sin despegarle la mirada al hombre, intentó controlar su respiración. Había decidido hablarle, pero quería hacerlo sin que se le quebrara la voz ni se le fuera el aliento. Pasaron un par de minutos. Josefa cerró los ojos, y respiró una vez más. ¿Qué quieres de mí? ¿Puedo hacer algo por ti? Tenía las palabras atoradas en la garganta. Había estado a punto de decirlas, pero luego pensó qué seguramente el hombre y ella no hablarían el mismo idioma. Josefa estaba lejos de su país, muy lejos, en el viejo continente. La comunicación con los vivos había sido bastante complicada. No tenía sentido intentar hablarle en español a un muerto. Pasó el tiempo. Ni Josefa ni el hombre dijeron ninguna palabra, y eventualmente Josefa se quedó dormida pensando cómo comunicarse con él, adormecida por el ritmo de su propia respiración.
Al día siguiente, Josefa despertó con la certeza de que Santiago no regresaría jamás. Su corazón terminó de romperse y ella intentó afrontar el duelo de inmediato para que terminara lo antes posible. Se bebió el café instantáneo. Se acabó el whisky. Se permitió quedarse en la cama llorando por un día, dos días, tres días, todos los días.
Josefa sólo se enteraba de la hora por la luz que se dejaba ver a través de sus cortinas, y por la presencia de aquél hombre: llegaba alrededor de la media noche y se iba a las cinco de la madrugada. Todos los días. Ella sólo levantaba la cabeza, lo veía llegar, sentarse inmóvil en la silla, y quedarse mirando la pared con ojos perdidos. Josefa sentía una bola de desasosiego en el estómago, pero después lograba quedarse dormida. A veces, entre sueños, lo veía levantarse en la madrugada. Ya no tenía miedo.
***
Los días pasaron. El agua limpia se había acabado. La comida también. Josefa ya no se levantaba de la cama. Hacía ya varias semanas que había dejado de cuidar las plantas de su huerto: estaban muertas. Sólo sobrevivían las arvejillas, que ella había salvado para que le hicieran compañía en su habitación. Pero también comenzaban a marchitarse.
***
Ese día, Josefa se despertó a las cuatro de la madrugada otra vez. Tenía que orinar. Alzó la cabeza y en la oscuridad alcanzó a distinguir al hombre sentado en la silla, con la misma expresión de agonía de siempre, con el mismo brazo torcido, el hombro huesudo. La casa estaba en el silencio más absoluto.
Josefa se levantó de la cama, caminó al baño, e hizo pipí. Luego regresó a su cuarto y se detuvo en seco bajo el marco de la puerta. Apenas alcanzaba a distinguirla en la oscuridad, pero la sentía. Al pie de la cama, a la izquierda del hombre, estaba parada una mujer que se mecía ligeramente con un pequeño vaivén, como cambiando su peso de un pie al otro. Era toda huesos y tenía el rostro deforme en la misma mueca de agonía de su compañero. Pero los ojos de aquella mujer no estaban perdidos en un punto arbitrario de la pared, sino que la miraban fijamente con algo que Josefa sólo pudo interpretar como impaciencia.
Sabina nació en la Ciudad de México en 1993. En 2018 co-editó el libro de entrevistas “Guion, adaptación y nuevas formas de contar historia en el cine”, publicado por el Festival Internacional de Cine de Morelia. El mismo año publicó su novela corta “Balandra” con la editorial Delete Dog. Fue acreedora de una beca completa de Erasmus Mundus para cursar sus estudios de maestría en guionismo en el programa Kino Eyes, The European Movie Masters. Actualmente reside en Edimburgo, Escocia, y escribe videos de chismes para un canal de YouTube.