Esa madrugada pálida de mediados de marzo Custodio Franco estrenaba su nuevo trabajo como wachimán en una galería del Mercado Central. La noche anterior, había estado cosiendo en la manga derecha de la camisa amarilla y percudida, con la mayor dignidad posible, el parche que lo identificaría como seguridad, único oficio que había aprendido después de salir del servicio militar obligatorio. Ni en esos años en la zona de emergencia al interior del país había visto un cadáver frente a él. Evitaba a toda costa los funerales y entierros, no por asco o cobardía, sino porque le inundaba un sentimiento ajeno a la vida que lo repelía sin mayor emoción, salvo el de la tristeza empática de las personas que dan el pésame.
No obstante, ese día la vio. Se levantó antes que la alarma sonara y, emocionado como nunca lo estuvo en sus más de cincuenta años, se dispuso en ataviarse con los retazos remendados que eran su uniforme de seguridad desde salió del ejercito sin más glorias que las gracias públicas del anónimo Presidente de la República. Ya entrado en años, Custodio Franco agradecía a la Sarita, patrona ilegítima de su familia, por conseguirle una chambita después de haber sido despedido por viejo, por gordo y por no aguantar el peso de sus propios huesos cada vez más porosos. En la combi gris que lo llevo a la avenida Abancay, se imaginaba a la multitud agolpada y a la turbulencia de cuerpos que se arremolinarían en las arterias de uno de los centros de comercio popular más importante del país. Ya no me dormiré, se dijo con algo más que fe.
Grande fue su desencanto cuando la dirección señalada en un post-it violeta le marcaba un callejón. En una esquina se encontraba el almacén que cuidaría todo lo que le restara de vida mundana. Si bien, la gente salía con mercadería en brazos o torres de cajas apiladas en las espaldas de jóvenes bronceados y cuarteados por el sol y el polvo, Custodio Franco no encontraba el bullicio distante de la multitud que se imaginaba.
Ya por la tarde, el último de los estibadores salió despavorido y solo quedaba Custodio Franco al cuidado del almacén. Se sentó en una silla blanca de plástico en la puerta y veía a la gente pasar sin hacer contacto alguno con él. Eran sombras encerradas en su mundo, las contaba y veía el cielo oscurecer, los postes de luz que iluminaban cada cuadra, tiñendo de naranja el cielo. Un señor con una bolsa de pan, la mamá con sus hijos saliendo del colegio, una enfermera caminando a casa, de nuevo, un señor con la bolsa de pan, un grupo de amigos yendo a pichanguear, un niño llorando, otra vez, el señor con una bolsa de pan, la señora con el carrito sanguchero y, una vez más, el anciano con su bolsa de pan, ahora, tendido en el suelo. Custodio Franco vio al anciano boca abajo y los panes rodando en la calle. El asombro fue inmediato, un grito sordo lo elevó de su silla y pidió ayuda. Nadie se detenía. Seguía pasando tanta gente que era imposible no ver a un hombre tirado en la pista.
No podía hacer nada, el milagro que suponía haber conseguido un trabajo en su condición de decrepitud le impedía dejar su puesto y buscar ayuda. Las reglas del silencio administrativo que como wachimán había seguido por tantos años lo embaucaron de repente. Se miró impotente, perdido, solo. Vio en sus desvencijados trastes la verdad inequívoca que era: la cachiporra sin arena y que, de usarla, no ayuntaría a nadie, mucho menos el revólver sin cacerina que llevaba en el cinto, y toda la impotencia que nunca antes había sentido y para la cual se le había preparado con una sentencia demoledora: no te metas, no es tu problema. Se quedó sentado viendo el cadáver y los panes regados en la calle, los cuales eran pisados por toda la gente que levantaba polvo y cubría al anciano que hace solo unos instantes había comprado la que hubiera sido su última cena.
Pasaban las horas y no había quién se condoliera del espectáculo que había dejado la sombra de la muerte frente a Custodio Franco, ni siquiera las monjas atávicas que pululaban por la calle en ese momento prestaron atención a los restos polvorientos del viejo. Un par de pandilleros robaron en una esquina del callejón a un borrachito que pasaba por ahí, tampoco vieron o revisaron el cadáver. Las luces se apagaron y toda la noche los fríos restos del anciano siguieron siendo observados por Custodio Franco que no sabía qué hacer.
No durmió toda esa noche. Habían pasado doce horas desde que el anciano cayó a tierra y ahora los panes era migajas que se perdían entre el polvo. La enfermera que caminaba a casa la noche anterior volvía por el mismo camino y en sentido contrario. Custodio Franco la llamó para pedir ayuda, mas no tuvo respuesta. Se quedó mirando al suelo frente a él, apartando la vista del anciano tendido a unos metros y, de pronto, escuchó un ruido seco. La enfermera estaba boca abajo, inerte como el anciano. Ya no era la falta de voluntad adoctrinada lo que le impedía moverse, sino que todo su cuerpo parecía estar fundido con el asiento de plástico en el que estaba sentado. La gente seguía pasando sin hacer caso a sus gritos y súplicas por ayuda. Frente a Custodio Franco, caía, a lo largo de la calle, un cuerpo cada doce horas. Pasado el tiempo, los cuerpos regados por la calle se podían ver de un extremo al otro y nadie más que él se percataba de la putrefacción que emanaban en toda la calle.
Fue en ese momento, cuando todo el vaho de la muerte colmaba sus pulmones, que tomó todas las fuerzas contenidas en él y se levantó del asiento de plástico. Custodio Franco cayó de bruces contra el suelo frente a la puerta del almacén. Entonces, abrió los ojos y observó la gota de sangre que había salido de su dedo cuando se pinchó con la aguja de remendar.
Nathanael Peralta Luis (Lima, 1996) es investigador, gestor cultural, mediador de lectura y editor. Egresado de la carrera de Literatura por la Universidad Nacional Federico Villarreal y cofundador del Círculo de Investigación de Literatura Latinoamericana «Oswaldo Reynoso» (CILLOR). De manera periódica, modera el club de lectura enfocado en las literaturas de la disidencia sexual y de género «Gayctura», además de ser director adjunto de la revista cultural Crónicas de la Diversidad. Actualmente, edita y traduce poesía en la editorial Máquina Purísima, e investiga sobre los procesos de escritura en la obra del poeta argentino Ioshua a través de la Crítica Genética.