Britney Spears es más que la princesa del pop: es una figura que representa todo lo mal de la primera década del siglo. Y no por ella en sí, sino por las situaciones que se movieron a su alrededor que la llevaron a ese mítico momento donde se le catalogó como una loca. De esa forma, se invalida cualquiera crítica o circunstancia que ella pudiera externar. Está loca, no tenemos que escucharla. Alan Román Méndez explora la evolución de Britney y los prejuicios en torno a ella para presentarla como lo que es: una víctima de un sistema ansioso del escarnio público, pero también como una lucha por abolirlo y traer a la discusión la salud mental, muchas veces mermada por medio del mismo sistema. Convirtiéndose así en una fábrica de iconos destinados a la miseria. Estúpido capitalismo. Estúpido patriarcado. Estúpido Justin Timberlake.
K.M.C.
#Freebritney: Redención desde la cultura pop
En el año 2007 estudiaba en la primaria, y en una avalancha mediática que en ese momento no entendía, la imagen de Britney Spears con la cabeza rapada apareció en todos los programas de espectáculos, revistas y periódicos, cuando estos tenían relevancia alguna. Así como no entendía el poder masivo de esta imagen, tampoco sabía que Britney había pasado por un matrimonio lleno de violencia, que tenía dos hijos y apenas veinticinco años, además de haber sufrido de hostigamiento por prácticamente una década para ese momento. Eso no me lo mostraron ni los medios ni los adultos a mi alrededor, lo que sí se encargaron de enseñarme fue a Britney Spears como el ejemplo de las consecuencias de las adicciones y los “problemas mentales”, con comillas ya que no era una condición específica la que estigmatizaban, sino un cúmulo abstracto que la mayor parte de personas no comprendía, pero que definía a cualquier comportamiento que estuviera fuera de la aceptación de un rol dentro de la sociedad.
Para los más jóvenes, Britney era un ejemplo gráfico de lo que no debíamos hacer con nuestra vida, y para los mayores una figura llena de escándalo y escrutinio, de la que era fácil hablar y burlarse.
Schadenfreude, el placer de no ser otros
Este fenómeno de apreciar la tragedia de las figuras públicas viene desde el Boom de Hollywood en el siglo pasado, con niños actores que al ser sometidos a un rigor profesional extremo sin ninguna garantía necesaria para su desarrollo terminaban en reportajes titulados “Qué fue del niño que parecía en tal película” “¿Recuerdas a la niña maravilla de tal programa? ¡Ahora está irreconocible!”. En décadas recientes las víctimas de esto han sido nombres como la propia Britney Spears, Amy Winehouse, Lindsey Lohan, Macauly Culkin, Drew Barrymore y un largo etcétera. Famosos que han pasado por circunstancias violentas por parte de familiares, colegas, periodistas y público en general, que no son tomadas en cuenta, como los comentarios sobre la vida sexual de una Britney menor de edad, o la forma en la que Justin Timberlake utilizó su popularidad para darle impulso a su propia carrera. Por otro lado, las acciones límites consecuencia de esto son las que abarcan las primera planas o notas que circulan por las redes sociales.
Hay una explicación de este comportamiento en la emoción que los psicólogos alemanes nombraron como Schadenfreude, entendida como el placer provocado al observar la desdicha de otros, siempre y cuando esta desdicha no haya sido directamente causada por nosotros. Este sentimiento tiene como predecesor la envidia y, aunque parezca ilógico sostener que sentimos envidia hacia actores, músicos y demás personajes, la competitividad está bien vista y reproducida en nuestra sociedad. Nos comparamos con los logros que han tenido, la fama que han alcanzado, hasta llegar a una relación de espejo y, cuando a los famosos les ocurren tragedias, terminamos por considerarlo como algo justo, como un punto en el que hemos sido superiores al no caer en los mismos sitios, dándole toda la responsabilidad a la víctima.
Si bien la envidia no está bien vista, su reproducción, como lo vimos, en la mayoría de las ocasiones es implícita, y esto se suma a que el Schadenfreude no es tan popular, por lo que es pasado por alto, haciéndonos pensar que podemos ser jueces de las acciones de estas personas, que en la mayoría del tiempo viven al límite de sus emociones, sin un trato empático.
Juzgar desde la ignorancia
Hace catorce años las enfermedades mentales eran apenas conocidas, y en su mayoría se radicalizaban, considerándose la causa de que alguien saliera por completo de la realidad, o eran puestas en cuestionamiento constante como excusas para los enfermos. No obstante, estos padecimientos eran y son más comunes de lo que popularmente se cree, como la ansiedad, depresión y fobias específicas siendo los principales trastornos en nuestro país, y el ambiente de presión y competitividad de la que se habló anteriormente sirve como un constante campo para su cultivo.
A sus diecinueve años Britney era acosada por paparazzi, conductores y periodistas sobre aspectos de su vida personal, desde sus relaciones hasta su virginidad, y esto no se detendría a lo largo de los siguientes años. En 2007 con dos hijos y una familia que te veía como un negocio más que como una hija, su depresión y ansiedad cruzaron el límite. Si buscamos empatizar desde su situación, Britney Spears no es una figura a la que debíamos de temer, sino una persona a la que debíamos de comprender y abrazar, una persona que necesitaba apoyo, como los seres vivos necesitamos a lo largo de nuestra vida.
Las enfermedades mencionadas paso a paso han dejado de verse como una peste o una elección, y con la masividad de la información busca alcanzarse una concientización sobre la importancia de la salud mental y emocional, pero para llegar a este panorama algo optimista lamentablemente sujetos como Britney tuvieron que pasar por una multitud de juicios planteados desde la ignorancia.
La redención de la cultura pop
Gracias el uso del hashtag #FreeBritney como campaña para exhortar a las autoridades para retirar la tutela de su padre, y que Britney vuelva a tener poco a poco control sobre sus acciones profesionales y financieras, la cantante ha pasado por una metamorfosis más. De ídola adolescente, llegó a ser nombrada la heredera de la escena pop mundial, para ser ridiculizada por los mismos medios que la alzaron, pero ahora se abre como una figura que representa una visión empática hacia las víctimas de distintos tipos de violencia antes ni siquiera reconocidos, así como las garantías de tratamiento para cualquier trastorno mental.
Nos educaron para que huyéramos de la Britney con la cabeza rapada que golpeaba con un paraguas las ventanas del coche de acosadores. Pero hoy nos identificamos con ella en algún punto de nuestras vidas, y no de una manera banal o por meme, sino porque reconocemos nuestras crisis emocionales, enfermedades mentales, que las expectativas y la competitividad a nuestro alrededor son violentas, y que es válido mostrar debilidad e impotencia.
Al final, la redención de Britney Spears es también una oportunidad de redención de quienes abusaron de su imagen y nombre, y de quienes crecimos con miedo, y es nuestra oportunidad de hacer las paces con ella, y con los costos que ha tenido el miedo a nosotros mismos por tanto tiempo.
Alan Román Méndez nació en Mexicali, Baja California. Sus textos han sido publicados por las revistas Sputnik, Tierra Adentro y Neotraba. Hace meses renunció a la poesía, pero no puede dejar de bufar.