Una maestra incómoda

Algunas reflexiones en torno a la docencia

Siempre supe que quería ser maestra. Desde que tengo memoria, respondía maestra cuando me preguntaban qué quería ser de grande. Al menos, cuando contestaba con honestidad. Quiero ser maestra de kínder, primaria, secundaria, prepa, uni. Lo que fuera. Quería estar frente a grupo, acompañar a lxs estudiantes en su proceso de enseñanza – aprendizaje, compartir lo que sé. Como alumna, la docencia me parecía una actividad divertida: vas a la escuela, te paras delante de un montón de mesabancos, hablas de lo que conoces, haces algunos de chistes, revisas un par de exámenes.

Todo es felicidad.

Un trabajo fácil.

Qué equivocada estaba.

Cuando comencé a dar clases, no tenía claro qué clase de profe quería ser. Tenía muy presente qué clase no quería ser, pero qué personaje iba a jugar, qué papel iba a representar frente al grupo, eso no lo tenía definido. Sabía que quería ser una maestra accesible, pero estricta, pero amigable, pero que inspirara respeto sin perder la cercanía. Y, sobre todo, quería que aprendieran: las reglas de acentuación, los autores más destacados, las características de cada movimiento, la estructura de los textos. Es decir, los contenidos de la materia o, como decimos los que nos dedicamos a esto, los conocimientos declarativos. Un buen docente es aquel que logra que la mayoría de sus estudiantes aprendan los temas de la asignatura. Y sí, pero no. Esa es una parte minúscula de ser profe. Cada vez me desencanto más por ello.

Lo que sucede en el aula es solo la punta del iceberg del trabajo del docente. Lo que se ve, lo que luce frente a lxs alumnxs, lo que critican lxs tutores, lo que evalúan lxs directivxs. A ver, vamos a hacer una observación de la clase, como si eso determinara por completo si eres un buen o un mal profe. Incluso, en la universidad cuando todavía eres estudiante, te mandan a observar la dinámica del grupo. Esa es, lo que yo llamo, la parte artística y teatral de ser maestrx. Es un performance. Un performance que no tiene fin. Pero, como todo buen arte, entre más experiencia, se vuelve más sencillo, más ágil. Hay muchísimxs profes que esta parte se les da de maravilla, yo les llamo: profxs artistas contemporánexs.

Yo estoy aquí.

Cada vez menos.

No sé si para bien o para mal.

He dado clases en primaria, secundaria, preparatoria, universidad. En cada etapa encuentro pros y contras. En cada momento he jugado un papel diferente. Mis primerxs alumnxs seguro me recuerdan por corregir acentos a diestra y siniestra, y por contarles historias de mi vida. Artista contemporánea, pues. Todxs se reían y me amaban y me echaban mis porras para seguir de payasa. No digo que esté mal, creo que en ciertos momentos es necesario, parte de la profesión: relajarnos, permitir liberar la tensión, salir de la rutina. Pero, con el tiempo, he querido dejar de figurar en la clase. No quiero ser el centro de atención. No me interesa que se acuerden de mis chistes. Quiero que, en todo caso, me recuerden por otras acciones.

Eso me llevó a convertirme en una maestra incómoda.

No lo planeé, simplemente pasó. Me parecía que era lo natural, lo que me correspondía hacer como profe: evidenciar injusticias y no tolerarlas en el salón de clases. Ahora me importan poco los contenidos, me interesa que lxs alumxs desarrollen habilidades y, sobre todo, actitudes. En educación básica, los contenidos son meros pretextos para que lxs estudiantes se formen de manera integral, aprendan a hacer cosas con un sentido de responsabilidad social, equidad y ética. Y cuando jugué este papel, cuando me posicioné en contra de discursos de odio, chistes, comentarios, entre otras muestras y formas de discriminación, me volví incómoda. Incómoda para aquellos estudiantes que se benefician del sistema. 

Al principio, me afectó. Cuando me percaté de ello, de los ojos volteados, de las caras de no otra vez que alguien la detenga, sentí que debía tomar una posición que tuviera contentxs a todxs. Es imposible y, además, es parte de mi trabajo formar a jóvenes que sean sensibles a las desigualdad sociales. De no hacerlo, estaría dejando de lado el sentido mismo de la educación. Ignoraría los planes y programas de estudios porque hay una serie de elementos curriculares que van más allá de los contenidos de la materia y que, de hecho, resultan más importantes. Sin embargo, tomar esta perspectiva no centrada en los contenidos ni en el docente ni en los privilegiados es incómodo.

Como todo buen arte, la docencia debe tener un discurso. Y el discurso tradicional de ver esta labor como una mera transmisión de conocimientos ya está caduco. Usar la educación para perpetuar a quienes están en el poder también está caduco; no obstante, esos discursos siguen ahí, sin cuestionar a nada ni a nadie. Tampoco creo que la clave para terminar con las desigualdades sociales esté en la educación. El sistema educativo mismo es un soporte de dichas estructuras. Pero, mientras mis clases puedan ser un espacio para que se sientan cómodxs y segurxs aquellxs estudiantes que deben permanecer en silencio en otras instancias, yo seguiré siendo incómoda. Faltaba más.

Karla Michelle Canett (@ArreLaQueBarre).

Mayo de 2021.

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