El departamento de al lado // Mariana Rosas Giacomán

Poe, el gran maestro del cuento de autor, menciona que el cuento, a diferencia de la novela, tiene una sola oportunidad. Cortázar decía que el cuento gana por knockout; Hemingway, que un buen cuento es un iceberg. Mariana Rosas tiene todo esto claro. En este texto, explora la metatextualidad a la vez que genera una tensión tal que libera justo en el momento preciso. Una prosa limpia, con un narrador que nos lleva hacia su culpa.

K.M.C.


El departamento de al lado

Podría estar acabándose el mundo. Y de todas formas habría un imbécil martillando la pared en el departamento de al lado. Casi podría estar seguro de que el pasatiempo favorito de mis vecinos es comprar decenas de cuadros en el bazar de los sábados para colgarlos y descolgarlos diario una y otra vez con tal de hacer ruido, y hacer ruido para contribuir al ancestral arte de chingar. Ni siquiera son golpes contundentes, solo un tuc tuc tuc debilucho que por unos días es casi imperceptible, hasta que te das cuenta que se ha metido hasta el fondo de tus pensamientos, día y tarde, tuc tuc tuc. Como en ese cuento de ese escritor bien emo, ¿cómo se llamaba? Tuc tuc tuc, pero en el cuento no eran vecinos pendejos con un martillo sino el corazón aún latiente de un muerto. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo, no importa, no puedo escuchar ni mis propios pensamientos bajo ese golpeteo que se cuela aun bajo la almohada con la que me tapo la cabeza para intentar volver a dormir. Todavía traigo la ropa de ayer, incluso los zapatos, la chamarra de mezclilla a la que se le impregnó el olor al aire acondicionado del avión. Ya me acordé, era Lovecraft, sí, ¿no? El del pulpo. Da igual. La cama se balancea de un lado a otro, lentamente, aún en el recuerdo del bote en el que mis amigos y yo nos despedimos del puerto hace menos de veinticuatro horas. El sol se reflejaba sobre las ondas del mar llenando de lágrimas nuestros ojos irritados. A lo lejos una pareja surfeaba y en la orilla unos niños perseguían un enorme papalote negro como un murciélago. Pensé que no recordaba haber visto un papalote negro jamás. Uno de mis amigos se arrodilló en el borde de la lancha y vomitó hasta que no quedaba nada dentro de él. El lanchero le regaló un trago de su Coca-cola de vidrio, y acto seguido nos regresó a la playa.

El vuelo de regreso y el paso por los dos aeropuertos fue como un sueño. La ciudad me esperaba gris y la casa en silencio, inalterada por mi ausencia. Un domingo más domingo que cualquiera. Y es que los domingos siempre han dolido, son el tedio más universal, pero este domingo es un agujero que se enreda en mis pies y me jala hacia un vacío de irreversible oscuridad. Poeta el cabrón, diría Jorge. Me imagino su voz y me pregunto si él estará dormido, si Alfonso estará soñando con el reloj que le arrebató una ola de la muñeca y que perseguimos como desquiciados hasta que se había perdido en la inmensidad del mar, si Esteban le habrá dado una explicación a su madre después de haberle marcado por teléfono y colgado, provocándole un susto que seguramente le reprocharía regresando del viaje. Esa vez eran las cinco de la mañana y estábamos al bordo del único taxi que había querido llevarnos. Ninguno de los cuatro hablaba en el camino de regreso hacia el hotel, nuestras pieles bronceadas por el sol se habían vuelto blancas, blancas del puro susto, como cal. En cambio, el taxista que nos llevaba tenía unas ganas extraordinarias de platicar. Las drogas son malas, los políticos locales peores, las feministas están locas y los gringos no espían por las cámaras del celular. También hacía preguntas sobre la fiesta de la que veníamos, sobre las novias. Ni siquiera me acuerdo si alguien contestó, pero me acuerdo del escudo del Necaxa colgando del espejo retrovisor. Cuando por fin regresamos al hotel, mareados por el alcohol, las curvas en el camino y quizás nuestro propio miedo, vimos en el balcón un amanecer rojo que no pudo más que sentirse como un augurio tardío.

Nos fuimos porque quisimos. Y porque en realidad estábamos hartos de Alfonso, de su llanto que nos enternecía y nos avergonzaba al mismo tiempo, de su nuevo paso aletargado al andar. Corazón roto, primera vez. Esteban, Jorge y yo ya éramos expertos en la materia. Pero decirle que de amor no se iba a morir no servía de nada cuando él sentía que sí, que el dolor lo iba a matar de un infarto entre botellas de cerveza y canciones de Vicente Fernández. Alfonso aún usaba el reloj que Mariana le había regalado en su aniversario —con las iniciales de ambos grabadas en la parte trasera— y aún tenía una foto suya de fondo de pantalla. Delgada, risueña pero también seria. Era la chica de la que menos nos lo imaginábamos enamorado y aún así cayó, como un verdadero pendejo. El escape a la playa no significaría una cura inmediata, pero creíamos que podía ayudar. Además, la idea de ignorar la universidad y el trabajo por cuatro días era tan tentadora que a la menor oportunidad compramos los boletos de avión y nos fuimos a la chingada.

Tuc tuc tuc, me pregunto quién está del otro lado de la pared. ¿Será la madre de la familia, desahogando el hartazgo hacia su aburridísimo esposo? ¿O será el aburridísimo esposo que en realidad es un psicópata practicando cómo matarnos a todos con un martillo? Tuc tuc tuc, en un instante de desesperación golpeo la pared con la esperanza de que se calle o por lo menos reciba mi mensaje: chin-ga-tu.ma-dre. Entre los golpes vienen a mi mente imágenes del viaje. No voy a poder dormir si sigo pensando en ellas, dándoles vueltas como si pudiera encontrar nuevos significados sobre lo que sucedió. Me viene a la mente el calor húmedo al bajarnos del avión, la llegada a un cuarto de hotel en un duodécimo piso, los desayunos altamente nutritivos de cerveza y pan dulce. La primera noche, en la que fumamos en el balcón y escuchamos música mientras nos contamos todas nuestras vidas, todas nuestras confesiones, todo lo que ya sabíamos. La segunda noche, en la que gente que no conocíamos entró y salió de la habitación en una fiesta improvisada que nos costó un regaño en la recepción. Y la tercera noche, la noche maldita cuya sola mención se siente como un zumbido y después, una sordera repentina.        

El golpeteo en la pared se vuelve aún mayor. Me levanto de la cama para otra vez regresar los golpes, ta-tata-ta-ta, chin-ga-tu-ma-dre con más fuerza, y es como si hubiera retado a mi interlocutor a aumentar el volumen aún más, hasta sonar como si el martillo hubiera sido intercambiado por un extintor. Calculo que son las seis de la mañana porque tras mis cortinas hay aún oscuridad. ¿Qué mente maquiavélica se pone a remodelar su recámara a esa hora? No lo habían hecho antes. O no lo sé, pero me empieza a doler la cabeza y siento una punzada tras el sonido de cada trancazo. Como si quien estuviera del otro lado deseara aporrearme a mí. Tuc tuc tuc. Me laten las sienes, cada vez con mayor intensidad, y aprieto mis almohadas sobre mi cabeza como si pretendiera evitar que esta me reventara. Es igual, es exactamente igual a ese cuento que leí en secundaria. No es de Lovecraft, es de alguien más. Y en el cuento hay un corazón latiendo bajo las tablas de madera de un piso. Un cuerpo asesinado que no descansa. Un cuerpo parecido al que vimos entre las rocas en la playa, un cuerpo a medio morir. Alfonso fue el primero en verlo. Se había escapado del bar con una chica que había conocido ahí mismo. ¿Salimos a tomar aire?, probablemente le preguntó al oído, hace mucho calor aquí. Ambos corrieron hacia la playa tomados de la mano, riéndose como si se conocieran desde siempre. Esteban se besaba al fondo del bar con la amiga de la chica, y se besaban como si nunca en la vida hubieran besado y el futuro de la humanidad dependiera de ello. Jorge y yo no habíamos tenido tanta suerte, solo fumábamos e intercambiábamos miradas de vez en cuando como felicitándonos por los triunfos de los otros. Si me sigues mirando así yo no respondo, eh, bromeó Jorge tras un momento de silencio. Las luces rojas del bar parpadeaban al ritmo de una canción de los noventas, y me sentí tan feliz que no pude más que imaginarme a mis compañeros de la universidad estando igual de desvelados, pero haciendo tarea. Estaba orgulloso de nuestro escape y de nuestra libertad.

No es Lovecraft. Ya lo recuerdo, el cuento es de Edgar Allan Poe. Lo leí en la misma clase en la que conocí hace tantos años a Jorge, a Esteban y a Alfonso. A mis mejores amigos, y ahora accidentales cómplices. Mi teléfono vibró en la mesa del bar, donde se había pegado a un charco de cerveza en el que no me había fijado. No contesté la primera vez, era Alfonso. Pensé que extrañaba a Mariana y había mandado a volar a la chica con la que estaba. Al contestar el teléfono la segunda vez que sonó, supe que algo malo había sucedido. Jorge, Esteban, su compañía y yo corrimos hacia la playa. Los pasos se sentían eternos, como los de las pesadillas, con nuestros pies hundiéndose en la arena. La chica de Esteban se reía, soltaba unas carcajadas histéricas que por momentos creo que aún puedo escuchar. Cuando llegamos a las piedras donde se encontraban Alfonso y la muchacha que había conocido, vimos al primer muerto de nuestras vidas. Lo peor de todo era que no estaba muerto.

Si los vecinos no se callan en cinco minutos voy a llamar a la policía y los van a arrestar por ser unos chingaqueditos desalmados sin compasión por su vecino, su pobre vecino que solo quiere dormir unas horas después de casi dos días sin hacerlo. Pero siguen, no parecen tener intención de detenerse jamás. El tuc tuc tuc se ha convertido en un tras tras tras con saña, con furia. Empiezo a contar y a respirar: inhalar cuatro segundos, retener el aire siete, dejarlo salir durante ocho. Cuatro, siete, ocho. Ocho, siete, cuatro. Imagino el corazón delator del cuento de Poe. El corazón del muerto en la playa escondido tras mi pared, latiendo a gritos para que no pueda volver a dormir una sola noche completa. Cuando el muerto, aún consciente, nos miró, nos pidió ayuda en un alarido. Ayúdenme a acabar esto. La chica de Esteban aún reía, no podía parar, y aquellas risotadas se contagiaron entre nosotros en forma de jadeos y gritos tartamudos. Aquel hombre tendido frente a nosotros, entre las piedras mojadas de la orilla, había dejado de parecer una persona. La sangre casi negra pintaba todo su rostro, su ropa, los agujeros de los balazos que tal vez en unos días serán picoteados por las aves del puerto. Horas después, cuando un taxi nos recogió después de caminar como sonámbulos por el bulevar de aquella ciudad playera, pensamos en nuestro silencio que quizás el muerto —nuestro muerto— había sido miembro de alguna pandilla, narcotraficante, quizás un sicario. Adolecía, pero no temía. Aceptaba el destino con cierta dignidad que terminó por asustarnos más. Las heridas en su cuerpo no podían ser más que el ataque de alguien más, una rendición de cuentas o un atentado frustrado. No sabíamos y, cuanto menos supiéramos, mejor.

Voy a llamar a la policía. No es posible, no es posible tal cantidad de ruido a las seis de la mañana. En caso de que no sean los vecinos sino sus empleados, debería ser explotación laboral o algo así. Pero de que es cárcel, es cárcel. Esto es un crimen. Me levanto aún mareado y busco a tientas mi celular en la oscuridad de mi habitación. Al encender la pantalla me quedo perplejo. No son las seis de la mañana. Son las tres. Son las tres y si mal no recuerdo los vecinos aún no regresan de su viaje porque lo harían, precisamente, a las seis. Su viaje coincidía con el mío a diferencia de un día más en el regreso. Me lo comentaron en el recibidor, cuando nos encontramos un sábado cuando regresaban posiblemente de comprar más cuadros para chingar la madre. Siento que no respiro. Los golpes continúan, una mezcla del tuc tuc tuc con el tras tras tras, y el recuerdo de ese casi-muerto que señaló la pistola en su pantalón para que apretáramos el gatillo, pero que nadie se atrevió porque alguien podría escucharlo. El casi-muerto que señaló con sus últimas fuerzas una roca grande y puntiaguda que tomamos entre nuestras manos mientras la chica de Esteban aún reía y lloraba al mismo tiempo, a gritos, antes de que la soltáramos y unos segundos después sintiéramos el silencio más aterrador de nuestras vidas. Un zumbido en el oído, una náusea en la garganta y en el estómago y en las manos tambaleantes de culpa. Una playa muerta, con un bar muerto a la distancia. Al mediodía siguiente nos subimos al bote del hotel para reconciliarnos con el puerto. No era su culpa, no era la culpa del mar ni de su rojo atardecer. Ni siquiera era culpa de Mariana por haberle roto el corazón a Alfonso. Cuando los rayos del sol se reflejaron sobre las ondas del mar, nuestros ojos se llenaban de lágrimas. Pero no apartamos la mirada, porque los ojos que han visto la muerte no le temen a la luz del sol.


Mariana Rosas Giacomán nació en la Ciudad de México en 1998, actualmente es estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Su cuento “Bajo mi ventana” obtuvo una mención honorífica en el 16º concurso preuniversitario Juan Rulfo de la misma universidad (2015). Ha publicado cuentos en diversas revistas digitales, entre ellas Cuadrivio, Digo.palabra.txt, Letralia, La Experiencia de la Libertad, Bitácora de Vuelos, Carruaje de Pájaros, Efecto Antabús y Editorial Elementum.

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