Fuegos artificiales // Josué Cabrera Serrano

La danza y el alucine visual son elementos esenciales para cualquier buena fiesta. Josué Cabrera Serrano nos plasma los rituales contemporáneos por los que todos debemos de pasar. Agua de Lagartija para el sanar el espíritu, también para embrutecerlo o librerarlo. Que no falte nada en esta colorida explosión.

J.G.


Fuegos artificiales

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Ya habíamos tomado aguardiente. Un grupo de personas bajitas, todas vestidas de diferentes maneras, pero con máscaras del mismo color, nos habían dado de beber de unas botellitas. Todo el mundo tenía de esas en el carnaval. Si uno les preguntaba qué era respondían que era Agua de Lagartija y se echaban a reír mientras llenaban los brazos de uno con muñecos de plástico y trapo que usaban los mismos disfraces de unas personas que desfilaban por todo el gentío. Una de esas personas me clavó una mirada. El ojo que atravesaba la máscara, y la ojera que se asomaba por el ángulo de ella cuando se daba la vuelta, se quedaron colgados en mi cabeza como una pintura. No una pintura de esas famosas de museo: era más como una de esas que no son tan caras y con las que se decora la sala de la casa, pero pintura merecedora de marco y observación, al fin.

            Las máscaras representaban diferentes rostros deformados por muecas: los labios plegados como un caucho o las encías reveladas por sonrisas exageradas. Eran imágenes que llegaban a los ojos como golpes que distraían de todo lo que había alrededor. Cuando la impresión inicial pasaba, se juntaban muchas otras y la mirada se perdía en un vórtice de imágenes. Cuando uno volvía en sí, ya tenía su Agua de Lagartija en la mano y estaba saltando y abrazando más y más cuerpos.

            De repente se escuchó una explosión que inmediatamente fue ahogada por todos los gritos que soltó la gente. La banda arrancó a tocar y todo el mundo se apartó hacia los bordes del tumulto, formando un corrillo. Salieron varias faldas de colores: púrpura, azul, amarillo, esmeralda y cafés que revelaban toda la vida del color de la tierra. Colores imaginarios brillaban con la fuerza de las cosas que se creen imposibles. Las personas vestidas con esas telas, enmascaradas también, agitaban las faldas. Entre los cruces de las faldas se creaban pequeños arcoíris que duraban solo un instante en el ojo. El aleteo de las faldas, que formaba imágenes y siluetas como las de las nubes, distraía de los bordados de las blusas. En ellas se veían hombres, vacas, gallos, tractores y motocicletas. Todos con gestos tranquilos y poses exageradas. El atuendo lo remataban los brillos de los pañuelos de seda amarrados a las cabezas de los danzantes. Algunos parecían bufandas, otros pañoletas, pero todos cubrían las cabezas como coronas y hacían más visible los saltos de los aretes y las candongas que jaloneaban sus oídos como niños impacientes.

            Hubo un danzante al que poco a poco fueron dejando en el centro. No tenía máscara. Todo el efecto hipnótico de las máscaras y sus colores lo reemplazaba la curva perfecta que arrancaba en la barbilla, cruzaba la quijada y el cuello hasta aterrizar entre las clavículas marcadas con pinturas que las decoraban como joyas. Este danzante se movía a otro ritmo, desdeñaba la velocidad. Hacía y deshacía formas con sus hombros, sus brazos y sus muñecas. El tronco se doblaba como un junco que parecía que se iba a romper con cada pliegue, pero que volvía a erguirse cada vez. En un momento se quedó quieto, la banda calló y solo se escuchó el jadeo de su aliento cansado. Todos inhalamos y respiramos al ritmo que nos propuso en medio del silencio.

            Un enmascarado entró. Se lanzó como un gallo de pelea a mover las piernas con un desespero que seguía un ritmo que sólo él conocía. El danzante sin máscara le respondió con los brazos. Las figuras que uno hacía con los brazos eran imitadas por el otro con las piernas, no con tanta gracia, pero sí con mayor velocidad. Estuvieron en este duelo hasta que hubo una forma y un movimiento realmente inimitables que hicieron que el enmascarado retador perdiera su equilibrio y cayera al polvo. Mientras otros enmascarados lo recogían del ruedo como si fuera un cadáver, otro retador se enfiló hacia el danzante sin máscara.

            Así fallaron cuatro enmascarados más. El sexto retador entró con los brazos firmes como varillas, tiesos sobre su espalda. Ejecutó el mismo ritual de sus predecesores y cuando tuvo que imitar una de las formas que sellaban su derrota, tuvo un traspié. No sé cómo, pero convirtió la caída en una pirueta que le dio tiempo de formar la figura en el aire con sus piernas antes de caer sobre su pie derecho. La pose, perfectamente formada por los brazos de uno y las piernas del otro, se mantuvo durante un momento. El danzante sin máscara relajó sus brazos y abrió la blusa hasta revelar su ombligo. El enmascarado se arrodilló frente a él y soltó un aliento largo sobre el abdomen ofrecido. Incluso con una máscara de por medio parecía que estuviera besándolo con la imaginación, a pura fuerza de la cercanía entre los cuerpos. Entonces daban la impresión de ser una estatua, un monumento. El aguardiente y su efecto se fueron de mí por un momento y me imaginé toda la escena en su composición, como una fotografía que debe ser tomada en blanco y negro porque tantos colores no los aguanta ninguna película, ningún sensor fotosensible.

            La pareja de danzantes se lanzó a correr hacia un edificio que estaba marcado con una columna. Esta estaba frente a la fachada y estaba decorada con cintas y dibujos. Lo último que se vio de los danzantes fueron sus colores perdiéndose entre un zaguán oscuro. Se cerró la puerta y, ya sin máscaras, dos personas se pararon a cada lado de la puerta, cada una llevaba a un perro grande amarrado con una correa de cuero. Los guardianes con sus cerberos se plantaron allí y todo el mundo comenzó a retirarse, conscientes de la prohibición de entrar o siquiera imaginar lo que sucedía adentro.

            Atrás, en el potrero donde antes bailaban todos juntos, quedaron los enmascarados perdedores. Por su ambición e incapacidad para cumplirla, eran juzgados por un pequeño grupo de hombres que les leían una serie de documentos antes de llevarlos a empujones a un camino destapado. Esa vía llevaba a una zanja que entraba en un bosque tupido. Los árboles se extendían como las paredes internas de la boca de un animal dormido.


Josué Cabrera Serrano lee, escribe y trabaja con libros en Bogotá. Estudió un pregrado en literatura buscando respuestas y solo logro afinar preguntas. Ha colaborado con varias iniciativas autogestionadas relacionadas con autoedición y distribución editorial cooperativa y comunitaria. Reseña libros con frecuencia caprichosa en Instagram: @josuenotieneig.

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