El encuentro con el otro en internet es el parto de múltiples trifulcas. La sección de comentarios de todo medio se presta a una serie de desencuentros en los que reconocer al otro se vuelve una operación compleja en una guerra de descalificaciones. En este ensayo, Oscar Faz hace un cuidadoso análisis de lo que implica este encuentro con lo otro en internet. En una red de medias identidades, la posibilidad del diálogo se nubla y nos pone en riesgos que no cotizamos al encasquetar al comentarista de arriba como imbécil.
-E.L.A
Encuentros con medios-extraños en el internet
Breve nota metodológica.
La palabra metodología no significa lo que creemos que significa (y, sin embargo, se mueve significa lo que creemos). Metodología es una forma de estudiar y decir cuál método es mejor para qué cosa. La idea de que significa la forma de exponer o haber trabajado (con un método) una investigación demuestra un cisma lingüístico fundamental: algo significa por el uso o por la regla[s] (que no significa que el uso no tenga reglas, quizás es que estas no están tan institucionalizadas ni son escritas ni habladas…hasta que se habla de ellas. Soy de la idea que, estas reglas en el uso, están inscritas en el sentido común, cuya expresión máxima es la fonética como criterio de validez).
Toparse[1] algo que parece un alguien.
Más de una vez hemos tenido un encuentro con una de esas personas a las que caracterizamos como “imbéciles”, idiotas, chairos, fachos, habiendo tantos, elija uno. Llamamos a una persona (una totalidad de sentido propio ajeno, complicado, que ni siquiera ella es capaz de comprenderse del todo) y le tildamos una palabra, un adjetivo que le reduce y constriñe, corta y acomoda al parecer de quien le nombra, como si fuéramos ese sujeto primero que ontologiza con el Verbo.
La sinécdoque es una figura retórica, pero también una herramienta del pensamiento y de la cotidianidad humana. Una figura y herramienta violenta, que reduce a la otredad a eso, a una otredad no solo comprensible, sino comprendida. El proceso mismo de toparse con otra persona (en la calle o escuelas, pero principalmente en el internet) es una constante sinécdoque de las personas para poder entenderlas. Y no, no entenderles en un entendimiento pleno o real de la otredad, entendimiento como ese acto previo, ese acto de reconocer en la otredad una mismicidad, un otro-yo[2].
Este comportamiento sinecdótico no es nuevo. No es culpa de los celulares, los videojuegos, la lectura, la prisión escuela, la prisión fábrica, ni de haber jugado antes en la calle y ahora no, de los boomers, ni millenials ni centenialls, ni las generaciones sacadas de la manga (sinecdóticamente) para agrupar a un montón de sujetos y sujetas y sujetes en un concepto que pretende decir algo sobre esta masa de personas a la que le adscribimos una serie de características solo por la fecha en que nacimos.
Se supone que esta forma de violentar la identidad de las personas para que quepan en mis categorías de pensamiento es lo que siempre ha sucedido, es más, así funciona la mente humana; la interpretación del mundo se da así. Cercenando y apilando en categorías introyectadas mediante las instituciones formadoras o educativas (no solo las escuelas, sino también la religión institucionalizada, la familia, cualquier espacio donde se impartan herramientas para interpretar el mundo de una u otra manera, sustentadas en una pretendida relación entre La Verdad y esas herramientas de interpretación). No pongo en tela de juicio que sea así esto, que la humanidad construya la realidad a partir de lo que podemos aprehender de ella sin poder acceder a la totalidad de significado que encierran las cosas de la realidad.
Por ello, se necesita “elegir” una serie de características para recordar y dotar de significado a la cosa amorfa que se me presenta y me llama[3] y que, en el caso en cuestión, se me revela como un yo. Tampoco digo que sea posible poder comprender a la otredad en su totalidad de significado (ni en el primer ni en el último de una serie de repetidos y amigables encuentros), sino que la sinécdoque que hacemos solo se va actualizando, dando nuevos datos parciales de la otredad que encuentro y reencuentro, con un límite en la inconmensurabilidad y desconocimiento de la otredad (una cosa es reconocer una especie de otro-yo en lo otro y otra muy distinta, y guajira, es encontrar al otro-yo que no es un yo, sino alguien más para quien yo resulto ese extraño otro-yo).
Pero que esto suceda y “a[sí] nos tocó vivir” no quiere decir que no podamos hacer algo al respecto (con lo que tenemos), ni que la vida sigue y sinécdoque para <todos>. La identidad de las personas que somos es un tema complejo como para ser reducido a un mero mirarnos de reojo y pretender emitir un juicio moral y totalitario sobre las personas.
Esta sinécdoque es más violenta en espacios donde la interacción de las personas está diseñada para ser efímera y aleatoria como en el internet, en los comentarios de una publicación de una página de noticias con millones de seguidores, un tweetazo y sus hilos, un post de Facebook, etc. En estos espacios donde uno ve una noticia, un comentario, una serie de palabras ordenadas (o no, un criptograma, un jeroglífico moderno) que llaman nuestra atención y nos llevan a abrir la publicación y leer ese comentario, en este momento la sinécdoque opera de la manera más violenta posible. Esa persona (que no es una persona, sino un conjunto de letras ordenadas y fotografías, que, aun así, lo hacen una persona con todas sus letras para enjuiciarlo, porque ¿Qué tan ridículo sería decirle imbécil a una nada, a un no-yo? ¿No sería eso un malgasto de nuestro tiempo y de nuestro sí-ser-persona?) se convierte en un o una (y en el mejor de los peores casos, en une) imbécil. Toda una vida de decisiones, relaciones de poder, de amistad, afecto, violencia, rechazo, desprecio, se convierte en una sola cosa: imbécil.
Este proceso, sin embargo, no sucede en el sentido axiológico contrario (porque ser un imbécil es, en una escala lineal de valores no valioso, vamos, es imbécil). Si yo encuentro un comentario de una de esas personas que dice lo que yo pienso (o digo pensar), esa persona no se convierte en una genia; yo soy el genio. Porque el pensamiento es de reconocimiento aquí y de subsunción de otro en mí allá. Esa persona sí-es, pero es en tanto es-como-yo. Sus victorias son las mías. Esa persona sí es racional solo porque está en la misma conclusión que yo. Rousseau tenía razón si todos actuaran como ciudadanos (yo), todos llegaríamos a la misma conclusión, quien no lo hace actúa entonces como burgués (imbécil), porque La Razón [nos]
sprecio, se convierte en una sotn burgus llegarel pensamiento es de reconocimiento aquipensar desprecio, se convierte en una so ha traído hasta esta conclusión verdadera.
Pero volvamos a lo importante aquí; el proceso de recorte de la otredad para ponerle un adjetivo que lo describe en su totalidad. Su esencia de ser es ser un o una imbécil, no más. Esto se hace (por lo menos eso espero) sobre el trasfondo de que es[a] imbécil es una persona, pero a veces pareciera que esa categoría de persona es opacada por el adjetivo que le denuesta y que se lee en la forma de referirnos a lo que cohabita con nosotros: no se dice “esa persona es un/una imbécil”, solo se dice “es un/una/une (hazme la buena, Señor) imbécil”. Como señalé, espero se haga desde el trasfondo de que ese ser imbécil es una persona antes que ser un/una/une imbécil. Las preocupaciones que se conjuntan aquí son secundarias, hablan de una necesidad de indagar en fenómenos lingüísticos para los que no da el espacio (quizás son, más bien, las ganas del autor y de quien le lee: “Wey, ya”). Lo más importante aquí es la construcción lingüística de esta otredad y el énfasis deseado está en el verbo y su adjetivo (que yo sé que los verbos no tienen adjetivos, sino adverbios, pero justo en eso está el meollo del asunto), no en lo tácito o no del sujeto que antecede al adjetivo, sino en la sustantivación de ese adjetivo (con la ontología de por medio que es toda sustantivación de un adjetivo). Porque esta sustantivación pareciera erradicar todo sujeto tácito previo. Esta erradicación del sujeto tácito <persona>, para ser suplantado por un nuevo sujeto explícito <imbécil> que ya no goza de la característica de persona como base sobre la que se construye cualquier otra predicación es el meollo de este asunto.
Parece posible cambiar nuestra forma de concebir el mundo y, más importante, cambiar la forma de concebir a la otredad desde la forma en que enunciamos su presencia y reconocimiento (o falso reconocimiento en forma de señalamiento). A este autor le parece que nuestras afirmaciones ontológicas no reconocen el cambio como parte de la vida cotidiana.
El verbo <ser> en nuestra pragmática es un verbo que no concibe el cambio, sino la fijeza de una sustancia. Es evidente que para que algo sea dentro del devenir del tiempo y la interacción con el mundo que provoca el cambio, debe poder mantener una coherencia de características durante un periodo de tiempo determinado[4]. Esa dualidad fijeza-cambio no es nueva, está ahí en el pensamiento occidental (fija, pero sin mucho cambio, ¡qué cosas!). Desde Heráclito y la victoria del aristotelismo sobre Parménides hasta la dialéctica hegeliana-marxista (pero en todas estas posturas, el cambio que las cosas sufren es diferente, es un cambio regido por una regla de dirección y teleología, una predestinación del ser[5]). El cambio está ahí, en un equilibrio con la fijeza esencial de las cosas. Sin embargo, la fijeza de la esencia de la que yo hablo es la de fijar a un sujeto en el tiempo sin posibilidad de conocerle y entender sus cambios propios que den lugar a una modificación en la representación que se tiene de esa persona, dado que la interacción entre sujetos es justamente aleatoria y efímera en las redes.
La sinécdoque “natural” que se realiza al entrar en contacto con cualquier cosa, más esta fijeza de dicha representación de la cosa, más lo efímero del contacto, así como la improbabilidad de repetir el contacto (lo que permitiría tratar de conocer a esa persona como para modificar dicha representación), dan lugar a una constante ontologización sinecdótica sin retroalimentación de toda persona que me encuentre. Esta constante labor judicial individual sin órgano de apelación nos rodea de imbéciles u otros quasi-yos que tenemos razón ¿Cómo entender así la no binariedad del género? ¿Cómo entender que un comentario no es una persona entera?
¿Qué tiene que ver esto con algo? Sencillo. La sinécdoque no es mala por sí misma, pero los juicios categóricos a partir de ella no son exactamente buenos para la pluralidad y la multiplicidad de opiniones y la vida democrática (o como se llame el chiste político de moda). La construcción lingüística categórica de la otredad no tiene cabida en una sociedad plural (y una sociedad plural no florece aquí y, por tanto, tampoco una forma de gobierno que le requiera como sustrato esencial pre y metapolítico). Y esta construcción categórica se demuestra (pero a la vez se construye, refuerza y replica) en la forma de hablar, de nombrar lo que es como algo fijo. Además, la creencia de que el verbo <ser> puede expresar la totalidad de lo que es, es un engaño (como también es muchas otras cosas). En este sentido la siguiente afirmación cobra fuerza: las personas no somos, hacemos. Y si somos algo, somos personas que hacen cosas susceptibles de calificarse, entre muchas otras maneras, como imbéciles. Vamos, lo que no-es son las personas malas, buenas, imbéciles, lo que sí-es son personas que hacen o dicen (que decir es un hacer, pero también es hacer) cosas fachas, chairas, imbéciles (les toca conju[r][g]ar las propias).
Se puede alegar (infinidad de cosas que no por solo alegarse están[6] en lo correcto, aplica igual para aquello contra lo que se alega) que esta forma de hablar es redundante, que la pragmática incluye una economía del habla, que esta es la verdadera razón de dar por sentado que la persona de la que se habla es persona, pero también imbécil y que eso no significa que se crea que esa persona es solo una imbécil. Sin embargo, no me parece que sean posturas excluyentes al no tratar, en el fondo, del mismo asunto. Es aceptable que esta forma de hablar se deba a una economía del lenguaje, que es evidente que el sujeto sea tácito y que cuando se dice “es un…” en realidad se está calificando al sujeto. Pero, ello no excluye que esta propuesta sea válida o no. No se es consciente de las reglas del habla, de la regla del sujeto tácito, cuando se habla. Es decir, esta consecuencia, de sustantivar el adjetivo y eliminar al sujeto tácito de persona, puede ser una consecuencia no deseada de esta economía del habla. Después de todo, nada lo impide, las “reglas” del habla no son prescriptivas, apenas y son reglas y no está seguro el carácter de las reglas que pretender ser.
¿Qué consecuencias tiene este nuevo <sujeto>? ¿Qué pasa si <persona> ya no está presente en lo que expresa la oración? ¿Es tan malo qué merece la pena hacerle un ensayo?
Me parece que las consecuencias de eliminar de la ecuación la distinción entre el sujeto que se califica y establecer lo calificado como la esencia del sujeto (esencia que se fija en el tiempo y no tiene retroalimentación ni cambio) genera y refuerza la acusada polarización de nuestros tiempos modernos. El diálogo plural cesa de existir antes de siquiera poder originarse. Los otros entes que cohabitan conmigo son (en el mejor de los casos apenas personas imbéciles) esa fracción de ellos/ellas/elles que he enunciado. Peor aún si aceptamos lo expuesto anteriormente sobre el no ser de las personas sino su hacer. Las acciones que realizamos, susceptibles de ser calificadas de una u otra forma, nos esencializan. Una persona no es buena ni mala, solamente hace cosas percibidas y categorizadas como buenas o malas. Se impone el calificativo de las acciones a la esencia de las personas, borrando toda identidad, toda complejidad de la persona (y toda capacidad de comenzar a estructurar una identidad propia) y definiéndole como eso que hace. Esta es la violencia de la sinécdoque.
¿Y ahora qué con ello? Si es, aunque sea “medio cierto”, que el habla crea realidades, entonces una modificación en el habla podría modificar la realidad en y sobre la que se habla. Vamos, decir que hay un elefante en el cuarto no hace aparecer un elefante en el cuarto, pero decir que el cielo es azul sí lo hace azul (en vez de verde), decir que las norma obliga la hace obligar, decir que esa persona es algo lo hace ser algo (al menos para mí y eso es más que suficiente para comprobar que el lenguaje crea realidades, si se quiere subjetivas y ahí está el meollo del asunto sobre la realidad). Así, comenzar a decir que alguien hace cosas imbéciles en vez de decir que esa persona es tal ¿podría ayudarnos a estar más dispuestos a comprender a la otredad? Tal vez. Nada se pierde repensando que, en el fondo, ese imbécil es, antes que nada, una persona que es imbécil antes que una totalidad de imbecilidad.
[1] Los humanos nos topamos como lo hacen los borregos. La descripción de la acción implica un choque de frente con la realidad y sus cohabitantes. Topar usado como conocer (o más bien el acto previo; encontrarse con) expresa más fielmente el significado de lo que se habla aquí. Las personas no vamos a la otredad, esta llega a nosotros y nos exige una respuesta (interpretar a la otredad es esperar una respuesta de ella). Parece válido afirmar que los encuentros con las cosas y las personas son una interpretación de ellas y el producto, la sinécdoque de la que se hablará más adelante.
[2] Véase la explicación sobre el entendimiento del no-yo husserliano como una “<<transferencia analogizante>> de mi propio Leib” Sáez Rueda, Luis, Movimientos filosóficos actuales, 3ra ed., Madrid, Trotta, 2009, p. 61. Esta idea de suponer en el otro un “yo analógico” está presente en la historia de la filosofía occidental. Se puede alegar que Husserl y occidente hablan a niveles estructurales, que por tanto no se niega la particularidad de lo Otro, sino que solo se “reconoce” su igualdad estructural al yo. Sin embargo, parece que esta igualdad estructural es una suplantación estructural de lo Otro, una negación a priori para entender qué es, cómo es. Una falsa y falaz equiparación para ahorrarse la fatiga de aceptar la diferencia esencial que acompaña a lo Otro.
[3] Cfr. Levinás, Emmanuel, Ética e infinito, trad. de Jesús María Ayuso Díez, Madrid, Machado Grupo de Distribuciones, 2015, pp. 54 y ss.
[4] Si la evolución de los conceptos se realiza de forma continua, en una especie de dialéctica perpetua entre lo que sucede fuera y lo que sucede dentro del sujeto, la forma de definir que algo es, es mediante un alto arbitrario en esta dialéctica. Véase Ferrais, Maurizio, Introducción a Derrida, trad. Luciano Padilla López, Buenos Aires, Amorrurtu, 2006, pp. 28-29.
[5] Entiéndase que esta predestinación viene de la concepción de la evolución de las cosas implicada en el derecho natural, la concepción teleológica de la naturaleza y el cambio como algo bueno y necesario en el avance dentro de los diversos estados de cosas. Véase Hart, H.L.A., El concepto del derecho, trad. Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1998, pp. 232-239.
[6] Que el verbo ser sea ser o estar, es una trampa. ¿Y si estar es diferente de ser? ¿Qué pasa si el ámbito que los distingue es el temporal? la fijeza de lo que es. Las personas somos, no estamos. Incluso en esta forma de hablar que rechazo, se es imbécil, pero ¿Y si se estuviera imbécil? ¿Acaso no suena menos fijo eso? ¿Como un estado de cosas (tiempo) del que se entra y sale, si no a voluntad, con el paso del tiempo? Y si se está en lo correcto o lo incorrecto ¿No es entonces toda verdad fija inmutable algo impensable? Que se alegue lo que se quiera sobre estar como alegoría de una locación en la que se mora y se migra, planteada está mi duda.
Oscar Faz es potosino de nacimiento (1995), estudió con religiosos y casi se une a su congregación. Se vino a la CDMX para ser abogado por la UNAM y tratar de defender derechos humanos. Un pequeño poema suyo fue publicado en Pretextos Literarios por Escrito no. 28.