Cuántos habrá, como el burro cantor, que espantan a los peces con su voz poco melódica. Pienso ahora en César Aira, específicamente, en una entrevista en que señala la diferencia entre quienes pretenden ser escritores y quienes verdaderamente escriben. Puede que sea el infame síndrome del impostor hablando a través de mí, ¿pero no llevamos todos un animal desafinado palpitando en los pulmones? Yo no creo tener dentro de mí un burro, pero sí un mono araña con labial azul coral número 2 semibrillante.
J.G.
El burro cantor
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Lo que ustedes no saben es que nuestro amigo ha sido un burro. Menos recientemente de lo que se imaginan: en su más reciente vida pasada, ¿?, fue el más famoso burro de un pueblo en Bután, cerca de una estupa dedicada a ¿?. Quién sabe por qué, pero un día el deseo de cantar se adueñó de su voluntad. Nadie nace sabiendo, es cierto. También dicen los sabios que quien quiere aprender comienza por imitar. ¿Pero qué iba a imitar nuestro burro amigo? ¿La desquiciada risa de los zorros perdidos en el Himalaya, los jadeos histéricos de los monos enervados por el celo? Las aves en aquella región saben callar y las fieras se dejan oír sólo antes de cometer alguna atrocidad. A esas alturas, además, a los butaneses les llega una terrible señal y exclusivamente en los templos.
Con todo, ¿?, se empecinaba y “cantaba”. ¡Y cómo cantaba! Imagínense el sufrimiento de los globos antes de explotar cuando los padres más timoratos tienen que ponerse a dar sentones para romperlos obligados por el exigente público de una fiesta infantil. Con un chirriar así el pobre burro pensaba que afinaba. Luego venía una explosión, como si se hubiera tragado una trompeta con detonador. No pocas veces su dueño despertó de golpe, alarmadísimo, y fue a abrir el diminuto establo, temblando, en posición de guardia. Al verlo con su bastón alzado, amenazante, el animal se echaba atrás, y se quedaba mirándolo con su natural e imborrable ternura; pero más fueron las horas que el hombre no pudo dormir. Antes de que perdiera la razón por falta de sueño, decidió regalarlo a la jungla y lo amarró junto a un río, a ver si el torrente podía con sus gritos. Allí, donde sólo algún animal hambriento habría podido socorrer su hambre, dio con él un monje que había salido a pescar.
—Pero si los monjes son vegicanos.
—Así es, y ten certeza de que la rueda del karma gira interminablemente. Pero éste y muchos otros monjes aceptaban cualquier encargo para alejarse del sagrado óctuple sendero e ir a comer de verdad.
Ahora bien, aquel monje estaba tan lejos de la paz del nirvana como el burro de entender algo de ritmo o tonalidad y cuando escuchó el descomunal rebuznar imaginó inmediatamente que el peor peligro lo rondaba, de inmediato trepó un árbol. Como un simio nervioso espió la orilla. Pero nada, sólo el burro que, impasible ante el hambre y medio asfixiado por el mecate, estiraba el cuello para mostrarle al río quién podía más.
Después de un rato el monje bajó, menos acobardado. Adivinó que el burro había sido echado a su suerte y supuso, mal, una incurable y dolorosa enfermedad. Con el mayor de los esfuerzos puso en práctica sus ejercicios de abstracción mental y buscó gulosamente en al agua. Inútil. La bestia había espantado a los mismos peces. Mientras desataba al animal que animado por la novedad redoblaba sus ensayos, el monje suspiró resignado: ¡la existencia es sufrimiento!
Y se acordó de la poca sopa que le esperaba tras cumplir su encargo.
Solo la larga pendiente camino arriba logró acallar los bríos del burro, pronto su estruendo fue ya nomás esporádico. Horas después, totalmente agotado y apacible como un remanso, vio por vez primera la estupa iluminada por la luna alta, llena de noche. Todas sus lunas restantes vería allí, hasta esta vida que nos lo trae de vuelta en forma de comensal.
—Lo que no sabes es que desde la primera mañana que pasé allí debieron llamarme Mara. Oh, amigos, los gallos perdieron su empleo. Tan alegre concierto debí dar que desde el primer día aquellos sabiondísimos tibetanos deliberaron. Parece que fue uno que era bueno en matemáticas quien sugirió grabarme y esparcir el rumor de que un burro sabía recitar el Sutra de Avalokitesvara. Algunos con fe, de verdad hicieron por meterme teoría y devoción.
En efecto, tan temerarios rebuznos pegaba que una noche, sin darme cuenta, llegé a salvar a la sangha de un tigre, según contarían después los monjes en los pueblos circundantes mientras esperaban que se llenara el cuenco de limosnas.
Yo no llegué a cantar, lo que si llegó fue fama, fama religiosa hecha de peregrinos y audiencias extasiadas. La estupa creció, abundó el pescado y otras carnes a la orilla de la cascada. Pero yo me ensoberbecí, creyendo que aquellos buenos corazones venían a admirar mi talento, y morí en la soberbia. Por eso renací aquí, rodeado de un músico que rompe las cuerdas, un místico de closet, un dictadorcito y una filósofa pécora, parlanchina y peleonera.
Por lo demás. El templo sigue en ruinas y los fantasmas del monasterio cantan los mantras al revés.
—Ya te hablará de nuevo, calma. Es cosa de…
—Una buena fortuna perdió el campesino aquel, ¿qué habría hecho con el dinero?
—Mi buen amigo, un hombre con educación de montaña no sabe de negocios. Ni entonces cuando ¿? Fue más burro que nunca, ni ahora, ni siempre por los siglos de los siglos. Un burro es para cargar, acariciar o azotar, cuestión de temperamentos.
Arturo Pérez de Ita (1993). Natural de la villa de Xalapa, es teólogo, reportero, explorador y políglota. Cursó estudios de antropología en su ciudad natal, de escatología y mística en Puebla y de budismo en la Universidad Nacional. Ha desempeñado diversos cargos en el servicio público como consejero y secretario particular. Juntó al profesor Jesús de la Garza fundó en 2020 la Organización Internacional para la Transmutación de la Materia, cuya sede principal se ubica en Chernóbil. Es traductor de italiano e inglés, columnista de la publicación bimestral Dante Times y pedagogo particular. Actualmente trabaja en una crónica sobre la marginación escolar titulada Los perezosos y en su primer largometraje Ay de aquel que se olvida: de noche todos somos poetas. Pronto estará a la venta la primera novela de su saga Et si nudus in coelos ascendero…