La esquina de la tortura // Jazmín Félix

Comencé a asistir —a congregarme— en una iglesia cristiana pentecostal cuando iba en el kínder. Mis primeros recuerdos se mezclan entre columpios, pasamanos y hombres imponiendo cuerpos para sanar enfermos y ungir a los elegidos. Mis papás no eran pastores de ninguna iglesia, pero leer este texto de Félix me llevó a un pasado lleno de imposiciones y reglas y decires de los demás sobre nuestros cuerpos. Félix domina el texto: hay grandes descripciones que combina con narración, desarrollo de personajes y tensión a lo largo del texto. Además, en varios momentos hace ejercicios intertextuales. La voz narrativa se combina con el acercamiento a la escritura más otros guiños al final del texto que redondean el ejercicio de forma magistral.

K.M.C.


La esquina de la tortura

Un remolino de viento atraviesa la calle asoleada, tiemblan las ventanas a su paso. La tierra pálida y revuelta reviste el porche de la casa y me envuelve toda, despeina mi pelo castaño, eleva mi falda larga; agita y colorea con su corriente aferrada a las plantas frente al ventanal, de seca y hueca tierra rojiza. Permanecen ahí, meciéndose, pero nada las arrasa porque arrasadas ya están desde hace tiempo, moribundas sin vientos ni agua ni mano que las salve o acabe con ellas de una vez. Las plantas de mi madre están a mitad de un páramo, son lo que queda de dos nochebuenas que un sólo día permanecieron vibrantes, de una aspidistra cuyas hojas descoloridas tocan el suelo, la raíz sobreviviente de lo que fue un tupido geranio malva. Incluso las suculentas fallecen en sus manos, pero ella sigue sin rendirse; siempre que mueren sus plantas, corre al vivero, tapiza el frente de la casa de pétalos y hojas que a los meses se achicaran, sin importar lo mucho o lo poco que Alma y yo las reguemos.

«Miriam» me llama mi hermana. Se colca a mi lado, sonríe con soberbia, se burla diciendo que todo muere en manos de nuestra madre. «Nosotras estamos vivas» argumento, y Alma enarca su ceja izquierda, se lleva la mano a la cintura, me pregunta si estoy segura de eso. Mi madre sale al porche antes de que pueda responderle. Trae puesto un vestido floreado azul celeste y su largo pelo canoso recogido detrás de un velo blanco de tul francés. Parece una aristócrata moderna con dos diamantes carbonados por ojos. Cierra la puerta con llave y luego voltea hacia nosotras, de arriba abajo revisa la ropa que llevamos puesta: si mi falda no baja de la rodilla me regresa a cambiarme, si descubre asomo alguno de maquillaje en Alma, le ordena que se lave la cara. Pero hoy las dos entramos en su molde, hoy somos precisas, este domingo todo marcha de forma puntal.

La iglesia nos queda a una cuadra de distancia, así que caminamos de esquina a esquina. Adentro, un halo figura sobre la cabeza de la gente que se rinde en el altar, miran hacia el alto techo de la iglesia, ese cielo mortal que sus ojos penetran entre oraciones que ruegan ver el cielo de dios, el cielo de oro, alto y sublime, que existe más allá del cosmos. Manos se extienden al aire, sus ojos diluvian arrepentimiento. A mi lado Alma relincha, murmura, tuerce los ojos cuando las coristas al frente del culto entonan alabanzas. Tras un púlpito caoba danza el pastor de la iglesia; es mi padre, trajeado y de corbata, con los zapatos que limpié para él esta mañana después de verlo aprisa, puliendo de último momento su sermón. Luce brillantemente, delata en una sonrisa mil formas de sabiduría. Cuando lloro y lamento las exigencias de mamá, su vara ardiente sobre mis muslos como castigo a mis omisiones, o los bofetones salpicados de sangre en el rostro surcado de mi hermana, revivo esta imagen de papá feliz haciendo su labor, y entiendo que merece la pena todo nuestro sacrificio. Sé que Alma no piensa igual, porque cuando se hace el llamado al altar, ella se niega a pasar desviando la mirada mamá, que le da una segunda oportunidad aguadándola unos segundos, pero su hija mayor la ignora y se sienta tajante en la banca. Sigo rendida a mi madre, y me arrodillo a su lado. Quisiera orar, pero en lugar de eso no dejo de pensar en lo que pasará cuando volvamos a casa. Se armará una querella por la terquedad de Alma, ¿qué le costaba seguirnos? Hincarse a mi lado de forma silenciosa, seguir con el ritual con tal de no perturbar la paz en casa; pero ella prefiere la guerra, nadar en un debate infinito en el que terminará ahogada.

Cuando nos ponemos en píe y volvemos a nuestro lugar, veo a Ricky, me sonríe con su boca y sus ojos risueños, le devuelvo el saludo y la sonrisa.  Frente a él mis ojos se achinan más de lo normal, una mano imaginaria que arde se posa en mi cuello y alerta a mis nervios, me convierto en un abanico de emociones variopintas que me saturan el corazón, que me desviven y explotan en mis mejillas coloradas y labios que desgajo. A Ricky lo conozco desde hace mucho tiempo, después de que sus padres y él llegaran a la iglesia. Somos amigos desde entonces —más que amigos creo yo—, porque dos veces nos hemos tomado de la mano mientras evitamos mirarnos a los ojos, aunque prefiero no aclarar nada con él, es mejor dejarme llevar, que surjan las situaciones, ir con el aire que me arrastra y caer en el sitio destinado, sin intervenciones ni esfuerzos inútiles. Mi padre dice que todo está escrito, así que ante la vida extiendo siempre mis páginas para que las escriba, las leo mientras otros las leen, y aguardo paciente, sin grandes planes.

Llegamos a casa antes que papá, él siempre se queda una o dos horas más, hace una oración por los enfermos o se reúne con los líderes de la iglesia. Su trabajo nunca termina, no hay tal cosa como la jornada laboral, vacaciones, seguro médico, tampoco existe la división entre la vida personal y laboral, y en esa línea desvanecida estamos nosotras tres; por eso debemos de portarnos bien, seguir al pie la doctrina de la iglesia vistiendo con decoro. Mi madre tiene un lunar de canas que jamás ha pintado, las piernas las lleva sin depilar, pero no porque esté libre de vanidades, sino por la gente de la iglesia, el cuchicheo de sus ojos y bocas. Por ello tampoco salimos a fiestas, llegamos noche a casa o tenemos citas a solas con muchachos. Nuestra vida es un sinfín de prohibiciones y sacrificios a las que me sujeto respetuosamente; resistiendo, tolerando cada día, semanas, meses, los dos años que me quedan para cumplir los dieciocho y escribir mi propia historia.

Cuando llega papá, mi madre le cuenta sobre la desobediencia de Alma. De un grito mi padre la llama. Sentada en el diván de la sala, observo cómo se marcha el gozo de su semblante, el halo dorado cae al suelo, ya sólo quedan reproches e ira. Papá la reprende, le ruega que al menos en la iglesia simule interés, Alma escupe rencores, le echa en cara su infelicidad mientras su pelo largo se agita sobre su espalda exaltada, llora frustrada porque las palabras no le alcanzan para reclamar lo que yo también siento. Mi padre la abofetea una vez, dos veces, antes de que agache la cara y se arrastre a su habitación. Pero los azotes sobre su rostro no son suficiente castigo para mamá, que interviene y le ordena que pase el resto de la tarde en la esquina de la tortura, esa caja con piedritas sobre la que nos condena a quedarnos horas hincadas, con la piel dormida del dolor, las rodillas como piedra hontoba, ignoradas por el reloj que nos ve de reojo.

Muchas veces mamá me ha castigado de esa manera, así que conocer la experiencia me hace sentir lástima por Alma, que tiene los ojos cerrados porque sabe lo que le espera y se niega a llorar. Mis padres ya se han encerrado en el cuarto, y para no ver a Alma, me escondo de su cara afligida en mi habitación, rodeada de cuatro paredes que omito a través de las letras.

Comencé a escribir hace dos años. Durante la secundaria la maestra de redacción leyó mis trabajos y dijo que tenía buena pluma, que la entintara con inspiración, que la explayara sobre el papel como se hace con la imaginación. Ahora escribo para que el tiempo fluya con rapidez, para aminorar el eco de los gritos que inundan la casa. Escribo vidas ajenas para ignorar la que tengo, esta historia taciturna, opaca, que no entona ni encaja con nadie ni nada en el mundo.

Comienzo a escribir; la piel canela aterciopelada de Ricky, las mil maneras en las que me hace sentir. ¿Son mil? Tacho, borro, arrugo la primera hoja y la lanzo al bote de basura porque, más bien, él sólo me hace sentir nervios e incertidumbre cuando menciona sus planes a futuro. Siempre agacho la cara al escucharlo, finjo ilusión, me deja de latir el alma. Él aspira a tanto, y yo sin conocer la medida de mis sueños, con la única certeza de no querer repetir el patrón familiar. No escribo nada decente, es mi culpa, el dolor de Alma acosando mi pecho. De un mueble saco dos pares de calcetines enrollados, camino a la sala y encuentro a mi hermana llorando. Beso su cabeza, la abrazo por la espalda. Aunque entiendo que llora más por orgullo, le pido que se levante un poco y coloco las calcetas debajo de ella como intento para amortiguar su dolor. Es lo poco que hago cuando es ella el paracaídas de mi vida.

Regreso a mi habitación, ya no escribo sobre Ricky, escribo acerca del dolor que causa el permanecer hincada sobre piedras durante cinco horas. Un rato después dormito en la cama sin tender, y me despierto alarmada porque recuerdo a mi hermana en la sala. Corro a buscarla y no la encuentro, han pasado horas desde que le levantaron el castigo. Ya es de madrugada, así que me dispongo a dormir, esponjo las almohadas, apago la luz, pero un sonido que viene de afuera hace que abra los ojos, es una ventana cerrada cautelosamente, después, el crujir de unas ramas, de la grava que rodea el terreno de la casa. Abro la ventana, la luz nocturna de las casas vecinas me muestra a Alma caminando de puntillas, detenida en seco al verse descubierta por mis ojos. Lleva puesta una minifalda brillante, pantimedias de red —de esas que mamá sentencia de ser ropa de puta—, y tacones de plataforma. Los mechones de su pelo castaño caen largos sobre sus hombros desnudos, distingo en su boca un color granate, ¿de dónde sacaría mi hermana todas esas cosas con las que viste? La cuestiono acerca del sitio al que va, me dice que, a una fiesta, con una sonrisa nerviosa me invita, tiene la seguridad de que no iré. Le advierto que, si la descubren, la correrán de casa, pero termina marchándose, burlándose de sí misma, de mí, como una venganza al castigo impuesto por mis padres allá, durmientes en su cuarto, extasiados y extraviados en su nube plomiza.

Estoy furiosa, con ella por su rebeldía, decepcionada de mí por toda la cobardía que desbordo. Sin poder dormir, decido levantarme, abro la puerta, atravieso el pasillo, entro en la pieza de Alma, enciendo la lámpara junto a su cama. Admiro su armario, no hay pista de lo que llevaba puesto. Deslizo los cajones, desdoblo algunas prendas, al fondo hay pantalones de mezclilla y vestidos cortos. Me entristece que hubiera ocultado tanto a mis espaldas, que jamás compartiera sus secretos conmigo. En otro cajón encuentro una caja de mentas oxidada, adentro hay seis cigarrillos blancos, “Malboro”, está escrito sobre una línea color caramelo. Huele a fogata recién apagada, evocan a mí el recuerdo de mi abuela fumando en el porche cuando papá nos dejaba a su cuidado, y yo contemplándola, su perfil desvanecido por el sol y el humo emanado de su boca. Ella nos dejaba a Alma y a mí ver Los Simpson en su televisor, escuchar palabrotas sin mutear el sonido. Jamás nos censuró, en su casa nos sentíamos niñas comunes. Deseo sentirme así de nuevo, ordinaria en el mundo, una chica con intriga resuelta, como Alma escapando a mitad de la madrugada para vivir a su manera, así que voy hasta la cocina, encuentro el viejo Zippo de papá, y apretando la cajita de metal en la palma abro la puerta trasera de la casa y salgo al patio.

Sentada sobre la lavadora contemplo la noche, el cielo largo, los cerros que contornean el horizonte con sus curvas infinitas. Frente a mí está un árbol seco, quemado ya por el sol de los intensos veranos del pueblo; proyecta una sombra torcida a sus espaldas, de alma asaltada por la muerte. Desde niña lo recuerdo así, desolado entre los otros árboles que apenas sobreviven y dan mandarinas bofas y limones sin jugo. Mi familia siempre ha tenido talento para acabar con la vida.

Prendo el encendedor y coloco el cigarrillo entre mis labios imitando a la abuela, acerco la llama a la punta del tabaco, inhalo desesperada, ansío que el humo asfixie mi corazón, que luego salga y se escape apresurado con el viento reacio. Ansió que el humo queme la casa y nos lleve a todos hasta el infierno de una vez por todas. Inhalo y toso fuertemente, me parece imposible contener la tóxica nube en mi garganta. Intento disimular el ahogamiento, pero sigo tosiendo, me arde la garganta. No transcurre ni un minuto cuando veo que la luz de la casa atraviesa las rendijas de la puerta cerrada. Espanto al resto de la humareda, escupo intentando deshacerme de la saliva olorosa, lanzo la cajita de metal hacia la oscuridad y me deshago del cigarro quemado, pero es demasiado tarde; se abre la puerta y papá aparece delante de mí, me observa con repudio cuando detecta el aroma del pecado. Comienza a gritarme y a maldecirme. Jamás lo había visto así, violento y fuera de sí. Me ordena que me baje el pijama, que vea hacia la pared, que no interfiera con los brazos. Veo que busca entre un montón de palos recargados en el lavadero, se decide por uno de fierro, parece lo que queda de un viejo rastrillo. Los movimientos de sus brazos se escuchan bruscos, chocan con el viento que sacude a los árboles. Cierro los ojos cuando se aproxima hacia mí, contraigo el trasero… me llama puta, perra, zorra, ramera. Lloro más por sus ofensas que por el dolor que sufre mi carne cuando comienza a apalearme la espalda, los glúteos, las piernas que quedan de paso a su furia. Mantengo los brazos en la nuca, me giro sutilmente para rogarle que se detenga, pero sus ojos son brasas que ansían consumirme, así que cedo a mi cuerpo, lo dejo estremecerse solo y lejos de mi voluntad. Cuando termina mi piel está ardiendo, me consume el desconsuelo, un frío atroz se posa sobre mis huesos. Me deja allí, desangrando ilusiones y fe, cierra la casa para que aprenda la lección. Todo el cuerpo me ruge, toco mis piernas y me encuentro la piel hinchada. Comienza a aclararse el cielo cuando escucho los pasos de Alma; la llamo y me encuentra, repite lamentos y maldiciones cuando me mira con el pijama enrollado y los ojos secos. No sé cómo lo logra, pero abre la puerta y me carga hasta su cama, en donde lloramos juntas hasta que el desconsuelo nos arrulla.

Por la mañana el ardor en las piernas me recuerda los sucesos de anoche, me levanto de la cama con dificultad, me siento atropellada, como si una fuerte sacudida hubiera quebrado mi interior. Frente al espejo de Alma observo mis piernas machacadas, la piel saltada y roja, venas de sangre molida se aglomeran bajo mi dermis. La espalda también la encuentro lastimada, saturada de estrías rojas, huellas del martirio nocturno que mañana serán moretes. El rostro colorado de papá me sacude, revivo los recuerdos de su cólera, resurgen en mi cara las lágrimas que ya me parecían extintas, agotadas por el derroche de hace horas.

Veo el reloj y son las diez, nadie me despertó entre gritos, en su lugar, el teléfono de la sala no deja de sonar. En la cocina Alma prepara el desayuno, huele a huevo frito en mantequilla, desde la estufa me detiene para que no alce el teléfono, me dice que nuestros padres prohibieron que atendiéramos las llamadas, y cuando pregunto por ellos, responde que en la tarde estarán en casa.

Mis padres vuelven en la noche rodeados por una brisa que sospecho mala, sus ojos no me dicen nada porque están cautivos. Intento sacarle información a Alma, pero con una sonrisa me dice que nada pasa, que traen asuntillos que arreglarán a puerta cerrada, que en unos días todo se resolverá.

Pero los días siguientes son iguales, hay silencios, incógnitas y ausencias. Por las noches le escribo a las hojas mis hipótesis, pero todas son irracionales, un sueño como todo lo que escribo. Desearía que las cosas retomaran su curso, aunque no entiendo cuál era el curso antes de este y qué es lo que espero se retome. Lo que sí sé es lo que no quiero vuelva a ser, la rutina tortuosa, la camisa de fuerza castradora de deseos, la autoridad con su doble reflejo. Ojalá reinara siempre esta paz, que se extendiera esta pausa y nada volviera a ser como antes. Espero que nada vuelva a ser como antes.

Y no vuelve a serlo. Llega jueves, el ritual es el mismo, pero mamá ya no se detiene a ver nuestra vestimenta como cada día de iglesia. Alma me sorprende con su correcto andar, sin rezongos o asomos de rebeldía. Mamá camina con paso agigantado, el viento vuela su falda negra, me supera su luto, la alegría silenciosa que tiene mi hermana en la mirada, van mil pasos por delante de mí, comparten la misma reserva de la que no dan pista. Me siento la mano zurda del cuerpo, maleza inútil, el árbol seco a espaldas de casa. Odio que ellas formen parte de algo que desconozco, odio a Alma por guardarme secretos, a mamá por simular toda la vida, a papá por haberme molido a palos, por existir, por predicar amor, paz y paciencia mientras yo me desmorono sentada en la banca, intentando ocultar los moretones azulados que me provocó con su mano que alza la biblia.

Pero hoy en la iglesia papá no alza la biblia, está de pie, en la entrada, dándole la bienvenida a nadie, porque nadie llega, no atraviesa la puerta una sola persona durante la hora siguiente. Ni las coristas, los músicos, los ministros que suelen estar sentados junto a él; en su lugar hay sillas vacías y dos caras largas que llevo toda la vida desconociendo. De regreso a casa papá arrastra los pies, permanece silencioso, abstraído. Ya no retumba el teléfono en la casa, todos se encierran en sus cuartos. En la televisión de la sala me atrevo a ver Los Simpson para despertar el enojo de mamá, pero por más que subo el volumen a nadie parece importarle, así compruebo que algo realmente malo debe de estar sucediendo.

En la escuela, los maestros imparten las materias al frente de la clase. En el pupitre, mientras un ajetreo de ojos me averigua, cuento las horas para volver a casa a sacarle los secretos a Alma. Cuando timbra todos se alejan, queda vacío el salón antes de intentar acercarme a alguien. Frente al aula diviso a Ricky, juega básquet en la cancha, lucha por obtener la pelota mientras me acerco, pero falla el tiro cuando me ve llegar a él. Sus ojos no me dicen nada sobre nosotros, pero me dicen todo sobre aquello que desconozco. Ricky esquiva mi abrazo, me mira con respeto forzado. Le pregunto qué sucede, no responde, así que se le exijo que me diga, y con gesto de hastío me cuenta la razón de la amargura en casa, les da sentido a todas las llamadas telefónicas sin responder, a la inasistencia en la iglesia, a la sonrisa ahogada de Alma. Me quedo callada, niego todo, cubro con honra a papá, aunque en mi interior sé que tiene razón, que nadie se equivoca, que, si se atrevió a llamarme puta, perra, zorra, ramera, mientras me pegaba desnuda y en el frío, también era posible que hubiera violado a una de las mujeres de la iglesia.

Al llegar a casa ni Alma ni papá están, y mamá duerme a puerta cerrada. Desearía hablar con alguien, vaciar toda la opresión de mi pecho y liberarme, pero nadie me entendería, así que decido recurrir a las hojas en blanco para desahogarme en letras. Pero no encuentro con qué escribir, todos mis lápices están desgastados, por lo que voy al único sitio de la casa en el que podré hallar lo que me urge.

La oficina de mi padre es un espacio que ahora me parece desconocido; ya no veo biblias, libros de ayuno o calendarios marcados con los días de oración. En su lugar hay una enorme pantalla ociosa que nunca noté, el bote de basura repleto de latas de soda, hojas con sermones de mentiras arrugados en el escritorio. Lloro porque no encuentro con qué escribir, porque el encanto que me unía a papá está roto y me zumban las piernas, la cabeza me explota. Sobre una repisa flotante en la pared encuentro al fin un montoncito de lápices y plumas. Detrás de ellos hay biblias, libros, una figurilla de Jesús guiando ovejas al redil. Debajo de ella sobresalen pestañas de papel fotográfico brillante, tiro de la esquina de una, se revela una instantánea del pecho de una mujer, el flash oculta su rostro. Muevo a Jesús para ver las otras imágenes, cae en la alfombra y rueda entre mis pies. Repito la galería de desnudos, les doy vuelta una y otra vez a los cuerpos rosados, morenos, a los ojos cerrados, a las bocas abiertas, a los pliegues rosados de las mujeres y chicas jóvenes a las que alguna vez saludé en la iglesia, atravesadas por el pene de mi padre, saturadas sus bocas por la lengua del pastor, del santo, del sabio, del ungido. Sus rostros y cuerpos retratados son un rompecabezas resuelto en mis manos que tiemblan y lo dejan en su lugar, camuflado como estaba bajo transparencias que siempre se mostraron y que jamás me detuve a ver. Salgo de la habitación, olvido el lápiz, la puerta abierta de la oficina, el Jesús que rodó en mis pies, la fe hacia papá.

En la tarde Alma llega, me alegro cuando cierra la puerta a su espalda y papá no viene detrás. Le narro a mi hermana lo que sucedió en la escuela, lo que encontré en la oficina, entre sollozos le describo las fotografías, el horror que siento por nuestro padre violador. Alma me oye mientras retira los pasadores de su pelo, las ligas de colores que sostienen sus mechones trenzados. Está impasible, como si mis descubrimientos no la sorprendieran, como si de memoria conociera los detalles más obscenos. Intenta tranquilizarme, me dice que ella conocía las mañas de nuestro padre desde hace años, que en una ocasión lo encontró besándose con una mujer, una mujer que lo hacía de forma voluntaria, que disfrutaba del beso en sus brazos. Me corrige, asegura que papá no es un violador, que su único pecado es ser un Don Juan, y que la matan esas falsas acusaciones en su contra, que afectan a nuestra familia, a nuestra madre, encerrada desde ayer en su cuarto. Le digo que se equivoca, que papá es un asco, que deseo su muerte para que no regrese y nos deje en paz. Alma me ignora, se pinta la boca en el espejo de la sala, me dice que ahora, ya que el pueblo entero lo sabe, ella puede vivir, dejar las simulaciones atrás, que nadie condenará su vanidad pues el pecado de nuestro padre supera las más grandes travesuras de ella. Intento comprenderla, pero me hierve la sangre verla calmada, incluso feliz, de que el viento por fin sepulte nuestra casa.

Al día siguiente papá tampoco regresa. Cocinamos para mamá, colocamos el desayuno frente a su puerta, pero a las horas llevamos la comida y el plato está intacto. La llamamos y no responde, así que en la noche estamos decididas a tumbar la puerta. Alma la patea una vez, dos veces, a la tercera se parte la madera, cede la chapa, descubre a nuestra madre tumbada en la cama. Pongo mi oído en su corazón, late con normalidad, quizá sólo ha caído en un sueño profundo, dormir siempre ha sido su manera de afrontar la infelicidad. Alma levanta el brazo izquierdo de mamá, tiene cortadas profundas en la muñeca, están vivas, rojas las marcas de su desahogo. Comprobamos que las heridas no son graves, Alma las cura con agua oxigenada, le envuelve el brazo en una venda. Permanecemos en su habitación, abrimos su boca para alimentarla. Mi hermana mira la televisión y yo releo un libro, pero los párrafos me parecen densos, los leo sin comprenderlos, son letras que no me dicen nada porque mi mente es un lío, no dejo de darle vueltas a mi vida absurda, a esta cárcel que papá construyó para nosotras y en la que permanecemos porque no conocemos nada más.

En silencio, le ruego a Dios que desaparezca a papá, que no permita que regrese, que alguien en la calle lo descubra, baje sus pantalones y lo apalee como él hizo conmigo. Pero Dios no escucha, me ignora, se hace el sordo, no me cumple el capricho, porque el papá regresa una tarde, agitado, con los ojos pelones, anunciando que nos vamos, que empaquemos lo esencial y lo subamos a la camioneta. Como toda la vida, empequeñezco ante él, desisto de mis pocas fuerzas, la voluntad que creció en su ausencia. Escucho que Alma arranca ropa de los ganchos, que abre y cierra cajones apresurada, así que hago lo mismo.

Guardo mis pocos libros en una valija, cuadernos con poesía y hojas sueltas de cuentos que escribí. Incluyo poca ropa, mis pijamas y boinas. Estoy segura de que nos marcharemos lejos, a kilómetros, a cientos de horas y días de los rumores convertidos en verdades, de las mujeres víctimas o cómplices, lejos de Ricky que me despreció, que nunca me quiso. Ya imaginaba yo que esa sonrisa cursi no era sincera, que se apagaría su amor una vez conociera la ruina que es mi familia. Me pregunto a dónde vamos, qué haremos, a dónde correremos… si lo único que sabe hacer papá es contar cuentos como yo.

Con mi valija en la mano salgo al pasillo, veo que mamá arrastra maletas hasta la puerta, mi padre me ordena que busque a Alma, que subamos al auto rápidamente. La llamo, pero no responde, no la encuentro en su cuarto, el aire vuela las cortinas frente a la ventana abierta, sacude los ganchos vacíos que bailan en el armario. Sobre la cama destendida encuentro la cajita de mentas, la abro, está surtida de cigarrillos. Alma los ha dejado para mí antes de abandonarme. Entiendo su mensaje, pero no es para mí, cierro la cigarrera improvisada, la dejo en donde estaba. Alma y yo siempre entendimos la libertad de manera muy distinta.

Atravieso el pasillo sin ver atrás. El porche de la casa se estremece, el viento sacude las hojas secas de los árboles muertos. Frente al ventanal que vibra, están las plantas de mamá, parecen cadáveres en el suelo, gimotean sus raíces pálidas junto a las macetas quebradas, luego descienden en el aire.


Jazmín Félix nació en Ensenada en 1997. Es comunicóloga por la UABC. Ha colaborado en medios como: Revista Gramanimia, Revista Replicante, Revista Molcajete, Somos el medio y 4vientos.net. Es reportera en Quo Vadis, revista política-empresarial. Está casada con la literatura, pero por ahora tiene un idilio con el periodismo.

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