No hay nadie en casa // Isabel Díaz Alanís

Reconstruir la memoria a través de la crónica siempre es un ejercicio interesante. Lo es, también, el darnos cuenta de las violencias sutiles del sistema en el que vivimos. En el texto retrospectivo de Isabel Díaz Alanís vemos, casi desdibujadas, esas discretas violencias masculinas que, sabiéndolo o no, ejercen un control silencioso sobre las personas. ¿De qué manera luchamos, día con día, contra los micromachismos?

J.G.


No hay nadie en casa (fragmento)

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En mi familia, a la gente capaz de recordar las cosas tal y como fueron y en detalle, se les dice que tienen memoria de Tío Héctor, por el hermano de mi padre, a quien le encanta repetir las gracias mías y de mis hermanas de cuando éramos niñas.

¿Te acuerdas de ‘la vaca le pon’?

¿Te acuerdas cuando tu tía te recogió del kínder y dijiste: ’todos los niños con sus mamás y yo con ésta’?

El Tío Héctor siempre se acuerda y se asegura de que lo sepas. Mi memoria no es perfecta. No es, ni de Tío Héctor (esa la sacó mi hermana Pilar) ni de elefante. Semejante defecto, en principio, me descalifica del juego de la escritura de memorias e incluso de la no ficción en general. Pero recordar suele ser un ejercicio de estire y afloje, de imágenes claras e intuiciones débiles. Es ir a tientas tras olvidos conscientes e inconscientes.

Escribo este libro a contracorriente de mi memoria y para reconstruirla utilizo las notas, correos electrónicos y mensajes de esa época, además de preguntarle a los amigos con quienes conviví su versión de lo sucedido. Intenté reintroducirme en el espacio mental de aquel entonces como una posesión autoimpuesta. De cualquier modo, la reconstrucción fidedigna no es el objetivo principal de este texto. Escribo para recuperar una voz que creía perdida.

Filadelfia
I

Después de un año de fracasar en el trabajo y el amor decidí tomar unas vacaciones. Sentada a la mesa del café donde escribía los fines de semana, hice cuentas, revisé sitios de aerolíneas de bajo costo y reservé un boleto Filadelfia–Madrid–Ciudad de México a salir el 31 de mayo de 2016. Eran principios de abril.

Dos noches antes había estado en un bar celebrando el cumpleaños de un amigo. Por hábito abrí facebook y me topé con El Suizo, la otra parte de una amistad complicada por el sexo, posando sonriente con su nueva novia frente a algún edificio famoso de Nueva York. Por eso me había pedido prestada la maleta. Al hacerlo dijo, como quien no ve la necesidad de defender sus intenciones, pero igual lo hace, que iría de viaje con la chica que había conocido en Spring Break y que había pensado en omitir el dato pero, al final te vas a enterar, y a él no le gustaba decir mentiras. Se la presté.

No éramos pareja ni exclusivos ni nada, pero la foto me dolió.  Le reclamé su falta de tacto y me acusó de dramática, de asumir una narrativa de víctima que lo colocaba injustamente en el rol de villano. ¿Fue así? No me gusta la palabra dramática, tiene una larga cola misógina que prefiero no arrastrar, pero reconozco que até mi valor personal a una relación que había acabado desde que empezó. Me da vergüenza admitirlo, toda yo era un quiéreme, así, en imperativo. Ese año, del cual él fue la cereza en el pastel, la gota que colma el vaso, me desbarató. Quería salir de los límites de mi cuerpo, de ese forzado regreso a la infancia en el que me sentía: vulnerable, patética, pequeña. Me conformé con salir del país.

La compra fue impulsiva y mal planeada. Las cuentas que según yo había hecho de manera diligente, me enteré pronto, no habían contemplado todos los gastos fijos (el del gimnasio, por ejemplo, se me escapó) o bien había errado en la cifra exacta como en el caso de la calefacción que seguía prendida a estas alturas del año. Por buena parte del mes recibí correos de mi banco diciendo que mi cuenta estaba sobregirada y que necesitaba depositar cierta cantidad cuanto antes para evitar que se acumularan intereses. Cada nuevo mensaje revelaba una cifra ligeramente mayor que al final no cambiaba nada, faltaban todavía semanas para recibir el siguiente sueldo. Sin otra fuente de ingreso que me salvara de mi torpeza financiera sobreviví los últimos días gracias a una caja de espagueti olvidada en la despensa y a los quesos y canapés que ofrecían en las conferencias de literatura a las que asistí ese mes. En mayo me liberé de la deuda y contraje otra, esta vez con mi padre, para pagar el resto del viaje que me llevaría, en ese orden, a Lisboa, Bucarest, Estambul y Roma.

Es la última vez que hago algo así, Isabel, te voy a perdonar la deuda pero ya no me pidas dinero para estas cosas.

Mi padre ha procurado darnos una mejor vida que la que él tuvo y como consecuencia lo persigue el miedo perenne de echarnos a perder. No hay generosidad sin culpa. Con su declaración mi deuda pasó de ser monetaria, un saldo puntual con la posibilidad de regresar al cero, a emocional, es decir, impagable. ¡Ahora el malo es el papá que pagó los traslados de Europa! El colmo. Tal vez el Suizo tenía razón.

Acabado el viaje tocaría hacer la visita a la Ciudad de México. Ahí me quedaría hasta mediados de agosto escribiendo el proyecto de tesis del doctorado que estudiaba desde hacía tres años. Una tarea heroica de por sí, poner en palabras lo que quieres hacer y decir, más aún con una familia entera distrayéndote. Y lo digo con amor, porque después de sentir que me ahogaba en requerimientos arbitrarios y fuera de mi alcance, era reconfortante pensar que viviría en el presente, abrazada al calor de mi madre que no sabe ni le interesa saber de la academia y sus exámenes. Pero a México llegaría en julio. En mayo, sin más intención que emprender la huida, dejé Filadelfia, la regadera descompuesta que desde octubre me forzaba a bañarme sentada y con un vasito de plástico; al taxista demócrata que votaría por Donald Trump porque tenía huevos más grandes que la luna y llegué, al día siguiente, a Madrid.

II

Dejé un durazno sobre la mesa de cocina antes de salir del país. Por dos meses. Me di cuenta camino al aeropuerto e inmediatamente sentí el golpe de la estupidez propia en el estómago. Justo decía la radio que se avecinaban las temperaturas más altas en la historia de la ciudad. Excelente tino. Lo que es peor, pude haberle dicho al taxista que me regresara y deshacerme del incómodo huésped -que seguro atraería los propios–; seguíamos cerca e íbamos con suficiente tiempo. En cambio, he ahí el craso error, di el asunto por hecho. Tocaba apechugar y sobrellevar el terror que me provocara imaginar la descomposición de esa fruta en la costa este, paraíso de roedores. 

¿Quién tenía llaves del departamento? Carlos, el custodio habitual, se había ido por el verano. ¿Lindsey…? Le mandé un mensaje. Que no. Que las iba a buscar pero no creía. Que no me preocupara. Que el durazno estaría tan seco como un desierto para cuando yo volviera.

Ni modo.

Ese fin de semana había estado en Nueva York en un congreso de literatura latinoamericana. Una vez que acabara, el plan era volver a Filadelfia, descansar un poco y viajar al día siguiente. El plan era: suficiente es decirlo para saber que no fue así. Gracias al empache fulminante de la cena pasé la última noche en casa de los padres de Lindsey en Flushing, Queens, un barrio cuyo nombre conocía gracias al sitcom noventero The Nanny. Fran Fine, la protagonista, una mujer-mini falda de voz nasal convertida en niñera de los hijos malcriados de Maxwell Sheffield, un viudo inglés productor de Broadway, era de ahí. Nos lo recordaba la canción al principio de cada episodio. La tensión sexual entre Fran y Max pasó años sin consumarse. Will they or won’t they?, nos preguntábamos en inglés para diferenciar la serie americana de las telenovelas. Su amor forzosamente casto sobrevivió a golpe de dobles sentidos fuera de mi alcance en esa época tan literal de la vida. Nunca me aferré a los credos como en la infancia.

Amaneció el día con un nuevo plan. Tomaría el Long Island Railroad hasta Penn Station. El bus a Filadelfia estaba a pocas cuadras de ahí. Revisé que no olvidara algo. Pronuncié la lista de artículos de aseo personal –decirla en voz alta me ayuda– desodorante, jabón, crema, cepillo de dientes… Todo en orden. Esa mañana, junto a la puerta, Lindsey me ofreció el fruto de la discordia con el gesto amoroso de una hermana mayor: ten, para que desayunes.

 Lo que siguió fue un martirio. Busqué en internet, con redacciones variadas, en inglés y español: ¿cuánto tarda una fruta en descomponerse? ¿cuánto tardan los duraznos en descomponerse? ¿qué tipo de pestes atraen las frutas podridas? ¿a las ratas les gusta la fruta?¿a las cucarachas? ¿a las hormigas? ¿son dañinas las moscas de la fruta? ¿qué enfermedades transmiten? ¿cuánto tardan en aparecer? ¿cuánto tardan en morirse? Buscar: fruta y calor húmedo. Buscar: olor de fruta podrida. Buscar: remedios de pestes. Leí foros de agricultura, de limpieza del hogar. En sueños veía la selva que había brotado de la nuez. Verde, espesa, apenas contenida por los confines del pequeño estudio, ahora plagado de cucarachas y ratones. Al final decidí mudarme.


Isabel Díaz Alanís es una escritora regiomontana que vive en Filadelfia. Tiene un doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de Pensilvania y ha colaborado con Letras Libres y El País. Desde abril del 2020 co-conduce Inventario, un podcast sobre literatura y amistad con la escritora Sylvia Aguilar Zéleny. El podcast está hecho en colaboración con Revista Este País. Su crónica personal, No hay nadie en casa (primavera 2022), es el recuento de un viaje de verano durante un momento difícil en la vida de la autora.  

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