Soy docente desde hace años. Creo que una de mis mayores cualidades —ya lo confirmarán mis alumnxs o no— es que logro llevarme bien con ellxs y crear un ambiente propicio para el aprendizaje. La clases en línea dificultan crear esos espacios. Lxs que no participaban, participan menos; lxs que participaban, también participan menos. Extraño el contacto humano, extraño el intercambio del aula, pero no extraño mi yo de secundaria / prepa con acné y brackets (por cierto, tengo brackets de nuevo a mis casi treinta y me siento un chiste) expuesta a un torrente de adolescentes hirientes dispuestxs a evidenciar cada error. Coincido con De la Peña, autor de este texto, en que esta nostalgia de las clases presenciales es pasajera. Es eso, nostalgia, hay una romantización de ella por parte de ciertos grupos. Y, tal vez, haya una generación que no la conozca y no la anhele.
En este texto, Hiram recuerda su primer día en la secundaria. No es el primer día de clases, pero sí el primer día que se enfrenta a este grupo hostil de adolescentes que descubren un secreto que lo marcará los siguientes tres años.
K.M.C.
Hawaiian Punch
Es tendencia, pasajera creo yo, que se exageren las virtudes de las clases presenciales. La falta de contacto humano no es tan dañina para unos. Extrañamos personas especiales, no a todas. Se estima a un puñado de profes, dos o tres clases y cuatro variedades de taco de guisado. Al considerar todo esto, también habría que pensar que no todos los niveles educativos están bendecidos con dinámicas dignas de ser anheladas por los jóvenes que las sufren.
No hay dudas: regresar a los tiempos pre-covid sería una opción si tuviera una máquina del tiempo, pero jamás volvería tan atrás para encontrarme con mis años de secundaria. Por poner un ejemplo de contraste. No es una casualidad que estos años sean los peores dentro de la vida escolarizada de la gente. El sufrimiento guarda sorpresas en cualquier otra área, pero dentro de los años de escuela, son esos tres años los campeones de la agonía.
He realizado un ejercicio de memoria. Traté de recordar mi primer día de clases de la secundaria y no lo logré. Muchos momentos se mezclan en mi mente a causa de un pequeño detalle. Para mí, la secundaria duró nueve años. Seis de ellos fueron no oficiales. A mi madre doy gracias. Lo que más recuerdo son los cursos de inducción, los ajenos y el propio. No me hicieron sentir bien, no fueron más alegres que cualquier otro día promedio. Se improvisaba una cooperativa en la biblioteca y vendían tacos de papa con chorizo y Hawaiian Punch, ese que tiene un monito con rastas[1] y que surfea una roja ola[2] de ponche de frutas. Hace tiempo que escribí sobre aquello; no era necesaria una pandemia para aborrecer lo presencial, nunca lo fue. De igual modo, el valor de lo tangible puede depender de una lata de aluminio.
*
Es el primer día del curso de inducción en la Escuela Secundaria Número 18 Magisterio. Mi deseo más grande es pasar desapercibido y simplemente ser un estudiante más dentro de una bola indistinta de preadolescentes odiosos con olores particulares e inexplicables. El performance de extranjería no me puede salir muy bien. Para ser muy honesto es un total despropósito. Conozco a todo el personal directivo, administrativo, docente e intendente de la institución. Esto lleva seis años. Chingado, si hasta conocí a algunos que ya se jubilaron o que obtuvieron una mejor plaza en una ciudad más grande o menos polvorienta. Mi mamá es la maestra de química.
Me levanto a las siete de la mañana para poder llegar al curso. Me sirvo un plato de cereal y voy masticando el arroz inflado con sabor a chocolate. Con cada crujido me acuerdo de un compañero más de la educación primaria al que tengo que decirle que guarde mi secreto más profundo. Son como ocho, pienso. Uno de estos cabrones me va a delatar.
Va llegando la hora de irse y me miro al espejo después de bajarle dos veces al baño para eliminar por completo las evidencias que indican una futura gastritis nerviosa. Tengo una enorme nariz y mi cabello jamás me tiene contento. Mi espalda es ancha, pero el tamaño de mis brazos no es proporcional, el largo de mis piernas no es proporcional. Calzo del número nueve americano, pero, en realidad, no soy tan alto. Mi voz no es lo suficientemente grave. Mi semblante no es imponente. Mis nudillos no son ásperos; se nota que no me he peleado la cantidad de veces necesaria para inspirar el mínimo de respeto requerido. Se hace tarde y me apuran para salir del baño.
Mamá me lleva a mi primer día oficial, por supuesto. Sé que los alumnos reconocen sin dificultad los carros de los maestros. Les escupen. Les rayan los vidrios. Les ponchan las llantas. Mi preocupación es que me vean llegar con la maestra de química. Esa mujer no es mi madre desde que el carro se detiene, siempre en el mismo lado de la acera, frente a la escuela. Caminamos con al menos un metro de separación. Pero el prefecto arruina mi coartada y nos saluda a ambos. Me pregunto si alguien se dio cuenta en ese momento; parece que nadie escucha con atención y me relajo por un segundo. Caminamos por el pasillo y el profesor de física nos saluda de nuevo a ambos. Ahí decido huir al salón que me han asignado. Tengo mala suerte. El encargado de mi curso es el hombre más carismático del mundo. Trato de enfrentarlo con frialdad. Llego y me siento en el mesabanco más alejado del escritorio del maestro. De entrada, solo me saluda con una mirada de complicidad. Entra el resto de los compañeros. Un margen de diez minutos de tolerancia permite que se congreguen treinta y siete adolescentes. Soy duro en mis juicios. Gorda. Feo. ¿Quién le cortó el pelo? A este ni le han bajado los huevos y ya está en la secundaria. Llega lo que más temía, el pase de lista. La mención de nombres y apellidos. Esa marca innegable que uno carga hasta que entra en edad de no estar de acuerdo. Empiezan por la A, de ahora sí ya valí madres. Viene la B, de bien jodido que estoy. Luego la C, de chingada perra madre. Y, finalmente, la D, que significa: de ahora en adelante, eres el hijo de la profe de química.
Sin opciones, contesto: presente. Y sigue el discurso: compañeros, a este joven yo lo conozco de hace muchos años, su mamá… y ahí empiezan las miradas curiosas y el cuchicheo.
De verdad que los adultos vivimos en un mundo ajeno, un mundo donde la única vergüenza es deberle al banco o algo así. Me dio el beso de la muerte, el sujeto me disparó el tiro de gracia con balas de plata rellenas de cianuro. Tal vez exagero. Tal vez me quedo corto: treinta y seis testigos de mi estigma, de la marca en la frente, de la vestidura rasgada y condenada al ostracismo.
El señor Morales, que yo imagino como Sr. Chivato, desarrolla todo un recuento de mis años en la escuela primaria y de que se espera que me adapte bien. Incluso plantea que me pregunten con confianza por la ubicación de los edificios del plantel. Él conoce esta escuela como la palma de su mano, dice.
Me condenó a no ser Yo. Voy a ser el hijo de la profe y nada más.
Todo me parece extraño. Seis años de experiencia previa en idas y vueltas de la primaria a la escuela secundaria no se mostraban útiles. A final de cuentas, la mitad de esos años los había pasado debajo del escritorio de mi madre, en el laboratorio de química, con la advertencia de no abrir la llave del gas porque podía morirme. Así era mi experiencia del curso de inducción. Siento que me encuentro debajo de aquel escritorio de lámina y madera comprimida y la llave del gas está abierta: todos los adultos que me conocen sostienen un encendedor y están a punto de acercarlo al flujo de Propano.
Me doy cuenta de que ni siquiera es el primer día de clases todavía.
Todo va a estar bien, todo va a estar bien mientras todavía pueda comprarme el Hawaiian Punch y los tacos de rutina.
[1] Una búsqueda rápida en Internet me confirma que en realidad es un sombrero.
[2] El personaje jamás surfeó sobre una ola de ponche. Nunca, desde su introducción en 1934. Otro error. Tal vez todos mis recuerdos sean un error.
Hiram de la Peña (Mexicali, 1993). Ha colaborado en revistas digitales como Cinosargo, Mito / Revista Cultural, Letralia, Liberoamérica y Bitácora de vuelos. Parte de su trabajo aparece en diferentes antologías: Dirty Silk – Tercer Premio Endira de Cuento Corto (Endira, 2016), Primer Certamen de Literatura para Niños “Escribiendo para el Futuro” (IMACUM, 2018), XIX Certamen de Ensayo Político (Comisión Estatal Electoral de Nuevo León, 2018) y Vacunas contra la poesía (Secretaría de Cultura, 2020). Actualmente, cursa la Maestría en Ciencias Sociales de El Colegio de México.