¿Cuál es la naturaleza de la plaga que azota el Polo Norte y cuál es su lamentable metáfora? Cargado de emoción y con una apuesta de género cercana a la memoria, Santa Claus nos brinda uno de sus textos para distribuirlo en nuestro trineo digital. Hasta el día de hoy, la prosa de este escritor se había mantenido mayoritariamente inédita.
J.G.
He aprendido a odiar los obsequios
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Desde que salvé el cristianismo dando cachetadas, sabía que mi destino iba a ser poner en cuerpo donde no me interesa. En aquel entonces me importaba más el cuerpo sagrado que el mío. Miro esa época y me retuerce lo mucho que he cambiado en diecisiete siglos. Bastaba antes dar un par de talentos de plata y un barril de vino para salvar un alma. El señor que seguía en aquel entonces era tan misericorde que con agua sucia hacía vinos dulces, que con sangre hacía luces, que con inmundicia curaba la lepra. El señor que sigo ahora es un emplaste de tentáculos sin rostro que penetra cada oración e iglesia. Ha reemplazado a Cristo en el nombre Cristo y ha metido ponzoña en la caridad. Unos le dicen Satanás, otros, capitalismo, yo ya no sé qué pensar, pero siento que es un telar que los hombres hemos tejido desde hace siglos, y sólo me parece nuevo porque recién le juré lealtad. Soy Nicolás, ahora mejor conocido como Santa Claus y me doy asco.
Ahora mismo me encargo de preparar mis renos. Es un proceso lento, aunque no solía serlo. Hay que revisar que estén sanos y cubrirlos de material anti-radar. En más de mil años ningún animal había muerto, en este siglo han muerto más de doscientos. Al principio fueron las guerras, al volar bajo era detectado por armamento antiaéreo y recibíamos golpes de fusiles antimaterial. En menos de cien años, adquirí un conocimiento enciclopédico de armas fuego. Perdí a Rodolfo en 1939 por el golpe inconfundible de una Lahti L-39. Era una noche nevada y el brillo de su nariz roja era todo lo que nos guiaba. Fue todo muy rápido. De súbito perdimos su luz y mi rostro quedó cubierto de una macilla con olor a hierro. Al llegar a Helsinki, supe que eran los sesos de Rodolfo. Lloré tanto esa noche que me dolió el rostro. Los siguientes años murieron Pranzer, Vixen y Cupido. No dejó de doler, pero notaba que cada vez lloraba menos.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, pensé que mis renos y yo íbamos a tener navidades más tranquilas, sin embargo, fue entonces que la plaga llegó a los establos. La misma bendición que me mantiene vivo solía proteger también a mis animales. Nunca se habían enfermado, si se lastimaban jugando se curaban al instante, no resentían el frío polar. Aún así, esta enfermedad había corroído su sangre. Primero su carne se pone tensa junto con sus arterías, a los días sus ganglios se hinchan y empiezan a supurar pus. En etapas avanzadas su carne se pone negra, sus ojos se calcifican y sus lenguas se llenan de válvulas afiladas similares a las de las lampreas. En este punto se tornan violentos y buscan succionar la sangre de renos sanos, especialmente hembras embarazadas y terneros. El primero en infectarse fue Dasher, quien contagió a Cometa y a Blixem. Yo nunca había matado a ningún ser vivo, incluso llevaba setecientos años sin comer carne. Esa noche buena, los tres renos me acorralaron e intentaron atacarme, pero tenía cerca el hacha que uso para la leña. No fueron muertes rápidas, ¿sabes el daño que le puedes hacer a un cuerpo sin dañar nada vital? Cometa, Dasher y Blixem yacían frente a mí con sus clavículas abiertas y todavía respirando durante horas antes de finalmente morir. No me fui de su lado.
Ahora tenemos un protocolo que diseñó un veterinario del corporativo. Cuando detectamos infección, se les aturde y les cortamos varias arterias, de tal modo que en unos minutos el reno muere sin dolor. He pedido que se enfoquen en encontrar la vacuna, pero dicen que este método es más eficiente.
El corporativo llegó al Polo Norte por 1950. Alan, el representante, me había enseñado una cantidad monstruosa de parafernalia con una imagen que decía ser la mía. Un hombre blanco de ojos azules vestido de rojo. Mi piel es más bien de color olivo y mis ojos son verde oscuro, a pesar de ello me gustó saber que mi nombre inspiraba a los niños a ser buenos los unos con los otros. Eso era lo que más importaba. Alan me dijo que podía inspirar a los niños de todo el mundo si permitía que imagen se volviera masiva, si dejaba que modernizaran mi taller y convirtieran el polo norte en un sitio visible a todos los niños. Hasta entonces yo hacía todos los juguetes. Eran sencillos, de madera y lana. Alan me mostró planos de juguetes complicadísimos, de metal, plástico y pinturas brillantes de plomo. En retrospectiva me siento un imbécil por lo fácil que me dejé impresionar. Un viejo teólogo de casi mil seiscientos años siendo convencido por un exvendedor de autos usados en Wyoming, pero las cosas son a pesar de la retrospectiva, y lo cierto es que en ese momento le dije que sí a Alan, al corporativo y a la nieve negra.
Mi taller se convirtió en una fábrica. Fue entonces que conocí a los duendes. Seres genéticamente modificados para trabajar largas horas en tareas complejas sin comer y sin dormir. No podía verlos a los ojos, eran cascarones sin emociones. Juro que los he visto infectados por la misma plaga que a los renos, pero me hacen llegar oficios diciendo que eso no es posible. Procuro alejarme de la fábrica. La nieva alrededor es negra y el aire sabe rancio. Me llena un terror indescriptible. La última vez que visité el lugar, terminé gritándole de modo fútil al representante corporativo en turno. Había una línea de ensamblaje creando juguetes bélicos. Estaban creando réplicas de plástico fidedignas de Lahtis L-39.
Con el paso del tiempo, el corporativo me reubicó a una parte menos fría del Polo Norte, a cientos de kilómetros del taller. La intensión era que me involucrara lo menos posible el proceso de ensamblaje, pero también tenerme en un lugar donde los niños pudieran visitarme. Quisiera decir que la presencia de infantes me emocionaba, pero sabía bien quienes me iban a visitar. Hijos de magnates, políticos, familias reales. Todos destinados a perpetuar un sistema de miseria y dolor para millones de niños que iban a nacer y morir con hambre. Quisiera haber podido hacer algo, usar esos momentos para sembrar en ellos la semilla de la caridad, pero fui y sigo siendo un cobarde. Sólo los miraba sonreír altaneramente, mientras yo me quedaba paralizado con nauseas.
Decidí aislarme. Sólo veo a mis renos y a un trabajador del corporativo que me trae despensa. Un par de décadas vivió conmigo una mujer que quisieron hacer pasar como mi esposa, la Sra. Claus. Aunque yo me mantuve célibe, agradecí mucho su compañía, cuando tengo ánimo de rezar, siempre es por ella. La extraño.
Sólo salgo una vez al año a repartir regalos. El corporativo me lo permite mayormente por publicidad, aunque yo sólo cubro una parte de Europa y América del Norte, el resto del mundo es cubierto por repartidores de la compañía. Cada año espero que sea el último. Reparto pura carne enferma.
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Hace setecientos años, el hereje Arriano casi destruye el cristianismo al sostener que el Hijo era una entidad separada de Dios Padre. Mi enojo fue tal, que, al encontrármelo en un concilio, le propiné una cachetada que alcanzó a fracturarle la nariz, y me enfurecí tanto porque al afirmar eso, decía que Dios nunca fue humano y esa esencia divina redentora nunca había pasado por la carne, ergo, el potencial redentor no estaba en nosotros. Ahora admito que Arriano tenía una visión amplia que la mía, ya que, si Dios al encarnarse había sido parte de la humanidad, la corrupción que vive en nosotros probablemente hubiera infectado a Dios. La ponzoña, entonces, estaría clavada en el cielo.
Debo decir que dejé de ser cristiano hace muchas décadas. Pensé que la bendición de la vida eterna iba ligada a mi fe. Mi horror y mi enojo han ido incrementando conforme me acerco a los dos mil años y sigo vivo. Estoy muy cansando. Demasiado.
Conforme pasan los años, los días que pasé repasando cada nombre de Dios se vuelven borrosos. Mi madre, mis hermanos, mi padre se difuminan y veo…logotipos. Coca Cola, Viagra, Disney, y yo con la cola entre las patas dejándome matar, ¿por qué me vendí tan fácil? Ahora escribo en español, inglés y mandarín. Ya no recuerdo el griego materno, ¿cuál fue mi primera palabra?
La Señora Claus era buena conmigo, me enseñó un poco de alemán y me cuidaba del frío. Vivió hasta los setenta años. Un instante para mí. Me pregunto si me miraba como algo más que un trabajo a realizar, un viejo demente al que hay que cuidar, so pena de que su senilidad destruya la economía. Quizá la demencia me regrese el valor que perdí en esa cachetada. Con algo de suerte enfermaré con los renos y me iré luchando una nochebuena.
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He aprendido a odiar los obsequios. No tolero siquiera la textura del cartón que los cubre. Caja tras caja va construyendo un monolito a demonios cuyos nombres están por decirse. Mi cara hecha blanca patrocina una fila de apéndices negros, vomitando nieve con vísceras. Creo que estas últimas navidades convirtieron en farsa lo trágico. El primer reno deforme me hizo estallar en llanto, el centésimo me hizo bostezar de enfado. Le pido a Dios que los niños dejen de creer en mí, y poder morir feliz de olvidado en la nieve.
Santa Claus (Patara, 270) es exobispo católico de Mira, juguetero retirado y prosista ocasional. Pasa la mayor parte del año tallando figuras madera y leyendo cuentos de Raymond Carver. Actualmente prepara una serie de memorias en varios tomos para la cual no encuentra editor. Sólo apunta a niños ricos en la lista de niños malos.