Sobre hacer la compra de la semana
Comencé a vivir sola cuando iba en la universidad. Trabajaba como becaria en una fundación, ganaba muy poco, así que mis papás me mandaban más dinero para completar mis gastos, los cuales eran prácticamente comida y gasolina. Vivir solo deja múltiples aprendizajes, pero creo que mi favorito es el de organizar el presupuesto semanal. Administrar el dinero para que te alcance para comer —y para unas caguamas, por supuesto—. Mi despensa era muy básica: pasta, pechuga, salsa de tomate, leche, huevos, jamón… y lo necesario para la limpieza. Fue durante este tiempo que descubrí —o, mejor dicho, entendí— el ritual de hacer la lista de compra y surtir el mandado. Desde entonces se ha convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. Si me preguntan cuál es mi hobbie, mi respuesta automática sería: ir al mercado, definitivamente, es el mejor.
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Mi mamá dejó de trabajar fuera de casa poco antes de que yo naciera. Era una niña enfermiza, así que esos primeros años de vida los pasé acompañándola a todas las vueltas que hace una ama de casa: pagar los recibos, ir al banco, surtir la despensa. Mi mamá hacía recorridos: unas cosas las compraba en tal mercado; las carnes, en otro; la fruta y la verdura, en el tianguis. Cada día íbamos a un lugar distinto. Todo antes de la hora de comida. Me gustaba ser parte de ese ritual, sobre todo, si me compraba algún dulce o una bolsa de papitas. Recuerdo que en algunos mercados tenían carritos para niños y yo podía tomarlos y echar un par de latas o sobres de comida. Mi mamá siempre los sacaba y los dejaba en la caja antes de pagar. Yo quería ser útil como mi mamá.
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Iba al tianguis y a las segundas antes de que fuera cool y estuviera de moda. Lo hacíamos para economizar, por supuesto, no porque pensáramos que ayudábamos al planeta. En los sobre ruedas, además de la fruta y la verdura, nos compraba ropa, muebles, decoración para la casa, lo que encontrara a buen precio. Tiene un don para el regateo. No le da vergüenza preguntar cuánto y por qué tan caro, ofrecer un cincuenta porciento menos del precio original o decir que si se lo deja más barato si se lleva más de uno. A mí me cuesta mucho trabajo hacer eso, así que le digo que me acompañe cuando veo algo que me gusta. Ella es la mejor representante.
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De mi mamá y de mi abuelita adopté el hábito de ir al tianguis. Cerca de mi casa, alrededor del parque, se ponía uno los martes. Digo se ponía porque con la pandemia ya ha pasado al olvido. Se instalan algunos puestos, pero ya no es lo mismo. Disfruto mucho ir al mercado, recorrer sus pasillos, comparar precios y cantidades, revisar los ingredientes, hacer cálculos mentales siempre redondeando hacia arriba para que no me vaya a faltar al momento de pagar; sin embargo, el tianguis tiene otros encantos: la comida es uno de mis favoritos. Te cansas de caminar, así que te sientas en un puesto y pides unos taquitos y un agua fresca para agarrar fuerzas y continuar la travesía. Además de la música, el intercambio de palabras, el contacto humano. El tianguis es mucho más cálido y no solo por estar caminando bajo el sol y al aire libre. Es una herencia del Medio Oriente y los pueblos mesoamericanos; los supermercados, por su parte, son una herencia yankee.
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Con el tiempo descubrí que ir al mercado era mi momento. Tenía un mercado favorito porque todo era más barato que en el resto, me paseaba por los pasillos, tachaba lo que iba echando al carrito, me regresaba a dar un par de vueltas más. Yo tenía el poder y control en esa compra, yo decía qué echar y qué sacar. Me sentía adulta. Saber cuánto costaban las cosas, descubrir que el queso es caro, que con quinientos pesos no alcanza para mucho, que la pasta es el mejor acompañante por su precio no por su valor nutrimental. Podía participar en las conversaciones con mis compañeras de trabajo, en las comidas familiares discutía con mis tías cuál era el mejor lugar para comprar carne o dónde estaba más barato el champú. Mataba dos pájaros de un tiro: despejaba mi mente y surtía la despensa.
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Cuando todavía vivía con mis papás e íbamos los domingos al supermercado teníamos un juego: adivinar cuánto sería al momento de pagar. Solo debíamos ver el carrito y calcular. Ganaba el que se acercaba más sin pasarse. Claro que mi mamá era la competencia más fuerte. Yo ni siquiera figuraba. No tenía ni idea de cuánto podría ser, siempre le echaba de mucho menos.
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En la primera fase de la pandemia, cuando todo estaba cerrado y lo único abierto eran los supermercados y las farmacias, salir por provisiones —como lo llamo desde que estamos en la contingencia sanitaria— era mi momento de libertad. Hacía la lista, me ponía el cubrebocas, mojaba mis manos con gel setenta por ciento de alcohol y entraba a la tienda. Era un cachito de normalidad. Un vestigio de lo que alguna vez fue. Lo ideal era salir cada dos semanas a hacer la compra, yo siempre olvidaba algo y terminaba regresando a los siete días. Creo que era a propósito, creo que mi inconsciente dejaba algo fuera de la lista para volver, para respirar las latas y el olor a detergente con el que limpian cada pasillo. Ir al supermercado se convirtió en un ritual con orígenes prepandémicos.
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No sé cuánto tiempo más va a pasar para que pueda regresar al tianguis, para que escuche a mi mamá preguntar cuánto y por qué tan caro, para que vuelva a sentarme en una silla de plástico con logo de Tecate o Coca-cola y llenarme los dedos de grasa de alguna garnacha que compre para tomar un poco de aire. Mientras eso sucede, mientras vuelvo a honrar la memoria de mi abuela y pueda traer queso, chorizo y una cartera de huevos del sobre ruedas, me encargaré de cumplir con la lista de mandado en los mercados para recordar que no siempre fue así, que hay otras formas de entrar en calor, pero que, por lo pronto, tendrán que esperar.
Karla Michelle Canett (@ArreLaQueBarre).
Diciembre de 2020.