Los desnudos y los muertos // Aldo Rosales Velázquez

Pienso que las características estéticas propias de la muerte generan una imantación morbosa en los espectadores. ¿La nota roja, cruda y mordaz, nos adormece ante las brutalidades que vivimos o es una expresión necesaria para evidenciar lo que acontece?

Aldo Rosales Velázquez pone a la luz las características documentales, estéticas y culturales de aquello que, por las costumbres sociales de la época, nos está prohibido mirar. Su trabajo da evidencia también de las obvias contradicciones de la moral en turno.

J.G.


Los desnudos y los muertos

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Es increíble cuánta gente muere en la calle, por las razones más diversas y de las formas más variadas. Increíble, también, la cantidad de gente que duerme en la calle y que hace el amor en la calle. Resulta sorprendente (por no repetir increíble), además, que esos tres actos, que en el mejor de los casos le pertenecen al hogar, al interior, o que al menos en él tienen un matiz mucho más pudoroso, se cuenten por miles en las avenidas de este país y a nadie parezca asombrarle: nos hemos acostumbrado a ver gente tendida en los exteriores, sola o acompañada, sin preguntarnos más, a menos, claro, que haya un elemento presente: la sangre, que tiende a colocar signos de admiración en un enunciado por lo demás trivial. Si esta sustancia no existiese, ¿quién sería capaz de diferenciar al que duerme del que está muerto? La sangre cambia los puntos suspensivos del sueño por el punto final de la muerte, y trastoca, así, la oración de la quietud de los cuerpos. Y si es cierto que la sangre llama, ¿por qué casi siempre somos incapaces de resistir la tentación y acabamos por contestar, aunque la llamada no fuera para nosotros? No es casualidad, por ejemplo, la cantidad de publicaciones impresas y  sitios de internet que publican, única y exclusivamente, imágenes y videos de accidentes y asesinatos.       

Todos los días, según tengo entendido, un grupo de fotógrafos se reúne en el Monumento a la Revolución, al caer la noche, a esperar el llamado de sus contactos en la policía y la Cruz Roja: si hay un descabezado, un choque o una balacera, ellos se dirigen inmediatamente al lugar para obtener la primicia. Algunos, incluso, recorren las calles dentro de las patrullas o ambulancias, no esperan a que los llamen. Su testimonio fotográfico aparece al día siguiente en la primera plana de los diarios amarillistas y la gente entonces puede ver lo que ocurrió al cobijo de la noche; lo que pasaba allá afuera. No es de sorprender que La Prensa, por ejemplo, tenga un tiraje muy superior al resto de los diarios en México: en su primera plana casi siempre aparecen fotografías de cuerpos humanos en todo el espectro de la carne: mujeres desnudas, mutilados, asesinatos y accidentes escandalosos en general, casi siempre enmarcados por banquetas y avenidas. La ley de la oferta y la demanda de la sangre, de la carne; una manera de asomarnos al interior de la vida de alguien (pero sin entrar), a su intimidad, a la desnudez que brinda la falta de ropa y a la desnudez última: un cuerpo que no está cubierto de vida.

La nota roja es un ejercicio hematófago y voraz: siempre necesita sangre fresca y corre a contrarreloj: son los primeros en llegar al lugar del accidente los que ganan, los que logran no siempre las mejores tomas, pero sí las más frescas (sic) o gráficas. La muerte tiene un periodo corto de vida fuera del cuerpo humano y pierde su carácter de interesante (por ser demasiado abstracta) si no se encuentra pronto con un nuevo huésped al que podamos observar y, en todo caso, documentar. En la película Nightcrawler, de Dan Gilroy, un hombre vive (en toda la extensión de la palabra: halla sentido a su existencia y los medios de sustentarla) de ser el primero en lograr las tomas de los accidentes y venderlas a los noticieros. Lo curioso de la película, o uno de los elementos que más me atraparon, es que lo suyo empezó por azar y luego decidió convertirse, por así decirlo, en un fisgón profesional. El morbo propio que hace eco en el morbo de los demás.

Enrique Metinides, por ejemplo, uno de los personajes emblemáticos de la fotografía de nota roja, se define a sí mismo como un hombre que se acerca más al fisgón suertudo que al reportero: muchas de sus tomas se lograron porque, por lo general, era el primero (o de los primeros) en acudir al lugar (cámara en mano, porque quien narra la escena con palabras no tiene el mismo crédito que el primero en retratarla) y captar la escena. Sus fotografías son memorables, entre otras cosas porque, precisamente, son las primeras que narraron el suceso y, en ocasiones, las únicas: la periodista Adela Legarreta prensada por un carro a media calle, el electricista calcinado sobre el poste de luz, el ciclista hecho pedazos, tanto o más retorcido que su bicicleta. Quizá Metinides no era el más avispado de los fotógrafos, pero parecía ser el más veloz y oportuno porque, según sus propias palabras, “siempre andaba en la calle, con la cámara lista”. Cabe preguntarse si el éxito de este fotógrafo hubiera sido el mismo hoy en día, cuando la cámara fotográfica es un elemento más cotidiano que en aquel entonces: todos los poseedores de un teléfono inteligente se vuelven posibles documentadores; el morbo testimonial se ha democratizado, con lo que, ahora sí, no siempre es la primera fotografía la que capta más la atención, sino la más gráfica o extraña. Según algunos estudios, las fotografías o videos de accidentes son las más numerosas en la galería de un celular promedio, sólo precedidas por imágenes eróticas o fotografías propias. Carne en toda la extensión de la palabra. Si para Susan Sontag el tomar fotografías es una forma de sentirnos útiles en actividades por demás “inútiles” (como las vacaciones), tomar fotografías de los muertos, apreciarlas y consumirlas, nos reafirma en nuestro carácter de existentes. En un mero ejercicio de contraste, tener la capacidad de ver a los muertos nos reafirma como vivos. Según algunos psicólogos, existe una tendencia a acercarnos a presenciar un accidente en la calle porque nos produce un íntimo placer y alivio ver a alguien más tendido ahí: logramos ver a la muerte como a un animal salvaje, enjaulada tras los barrotes de un cuerpo desecho, ajeno. La vemos desde afuera.

Cada fotografía narra una historia y a nadie le gusta ser el protagonista de una tragedia. Nos place observar la muerte, la hecatombe y el infortunio como algo lejano: ver que alguien sucumbe antes que nosotros nos permite apreciar nuestra estancia en este mundo, quizá revalorarla; corroboramos que nuestra historia sigue esperando un punto final. Jeff Bierk es un hombre que, luego de superar su adicción a las drogas, se dedicó a fotografiar indigentes y adictos, quizá como un recordatorio de que él ya no estaba ahí, adentro de ese mundo y, además, según sus propias palabras, como una forma de visibilizar a esas personas ante el resto del mundo: gente que vive, come, duerme y hace el amor en la calle. La pobreza, el vicio y la suciedad son aceptables sólo cuando nos son ajenas o cuando las hemos superado, entonces se habla de ellas con soltura, desde afuera. Eventos a los que normalmente les sacamos la vuelta, o que apreciamos un instante para después olvidarlos, se vuelven postal al ser sometidos al ojo escrutiñador del “mirón” armado con una cámara. Sus fotografías fascinan no porque muestren algo que no conociéramos, sino porque nos reafirma que no somos nosotros los que estamos ahí, que por más abajo que nos encontremos, siempre habrá alguien peor.  

La fotografía pone una barrera entre el testigo y el protagonista, separa al curioso del documentador: nos permite ser útiles, da la sensación, otra vez, de que estamos “haciendo algo”. Una de las quejas más comunes hoy en día, en que las fotografías y los videos de tragedias, abusos policiales y asaltos abundan, es el papel del fotógrafo, al que se le acusa de sólo limitarse a observar y no involucrarse. Ya Kevin Carter sufrió los embates de quienes decían que, en lugar de sólo a disparar luz sobre el buitre que acecha a un niño famélico, debió hacer algo, intervenir, pero tomar un rol activo en los sucesos no es cosa fácil la mayoría de las veces. Documentar es algo, participar es otra cosa: nos gusta dejar testimonio de que estuvimos ahí, pero no ser la noticia. Tomar una fotografía nos permite aportar nuestro granito de luz a la sensible montaña de la justicia, sentir que estamos haciendo algo más que sólo ver, pero sin exponernos demasiado. Quizá pensemos que al documentar, evidenciamos, y que un problema visibilizado se encuentra más proclive a ser resuelto, aunque no siempre resulte de esa forma. Susan Sontag señalaba que tantas fotografías que muestran el horror, con la intención de provocar desasosiego en el espectador, y que de esa incomodidad nazca la acción, acaban por crear el efecto contrario: nos desensibilizan, ya no sentimos indignación al verlas.

El internet, en buena parte, ha ayudado a acceder a este tipo de material y a lograr que los jóvenes se escandalicen más ante una mala actuación en su serie favorita que ante un descabezado. Por ejemplo, en las épocas de la preparatoria, mis amigos y yo frecuentábamos, además de sitios con contenido erótico (quizá con la misma frecuencia con que nos lo habían prohibido nuestros padres) una página dedicada exclusivamente a mostrar fotografías de accidentes. El sitio (www.rotten.com) se dividía en secciones: accidentes, suicidios con arma y linchamientos; las galerías subían de tono conforme se adentraba más uno. Era una especie de juego entre nosotros tildar de cobarde a quien comenzara a voltear la mirada después de un tiempo, porque necesitábamos refrendar nuestra juventud, valentía y arrojo (nuestro estar vivos) por medio del presenciar la muerte de otros sin chistar; que el cuerpo, tan encerrado en sus límites morfológicos conocidos, no nos horrorizara al desbordarse, cuando se salía de esa forma humana y se transformaba en meros trozos de carne sobre el lienzo del asfalto, nos dotaba de un carácter de arrojo, de frialdad que entonces asociábamos con valentía y madurez. Las fotografías, la mayoría de las ocasiones, eran tomadas por los paramédicos, oficiales de policía y testigos, casi nunca por reporteros, e incluso se recibían colaboraciones, por lo que algunos de nosotros, yo incluido, comenzamos a asistir a clases armados con cámaras fotográficas (en mi caso una Kodak de rollo, con flash integrado) y recorrer las calles de la escuela al paradero de camiones con más lentitud, dispuestos a captar nuestra visión de la muerte, a ser los primeros en capturar el momento preciso del caos; jugábamos a ser Robert Capa y queríamos ser testigos y cazadores de ese momento inefable en que el cuerpo deja de ser la persona y existe una ruptura. Si Paul Auster señala que en vida un hombre y su cuerpo son sinónimos, y que es la muerte la que los separa (este es el cuerpo de fulano de tal, pero ya no es él; ahora está afuera de este cuerpo; estamos viendo al alma desnudarse de su vestidura de carne y músculos), nosotros queríamos ver el momento de la desnudez última, ese segundo donde se puede presenciar algo que le está reservado al interior. Una de las cosas que me parecían más curiosas de las fotografías de dicho sitio, ahora que lo recuerdo, es que, a pesar de lo violento de algunas muertes, siempre se cubría con un cintillo negro los ojos de las víctimas, si es que todavía los conservaban. Quizá, como con el abismo, si uno se asoma mucho tiempo a unos ojos vacíos de vida, estos terminan por mirarnos también.       

Hay algo de misterioso en la muerte, algo que atrae a gran parte de los jóvenes. En Stand by me, la película de Rob Reiner basada en la novela The body, de Stephen King, por ejemplo, es un cadáver el que une a un grupo de niños y motiva su viaje: la presencia de la muerte como rito iniciático a la madurez, a la valentía. Recordaba alguna vez, en una platica con un amigo, que cuando era niño había dos cosas que no se me permitía ver en revistas o películas: desnudos y asesinatos. Sin embargo, la tolerancia de mis padres era mayor para con los asesinatos, ficticios o reales, que para con un acto sexual o un desnudo parcial: mis padres colocaban sobre mis ojos la cinta negra del “voltéate, no veas eso”, para protegerme de escenas indeseadas, aunque años después, en compañía de amigos, emparejaría el marcador al ver la famosa película Traces of Death, una recopilación de asesinatos, suicidios, mutilaciones y linchamientos grabados por curiosos y compilados por un personaje anónimo. Quitarse la sensibilidad a pedacitos, volver a casa un poco menos niño, según nosotros: demostrarnos que la muerte no nos asustaba porque era algo ajeno, algo a lo que le sacábamos la vuelta con facilidad. Que la sangre no es tan espesa como dicen y se traga con facilidad.

Pero sangre somos y a la sangre volveremos, ad nauseaum. No es, quizá, el líquido por sí mismo lo que horroriza a las personas, sino el envase que la contiene, el símbolo que dibuja en su caída, en el escape del cuerpo. La sangre, si se le mira contenida en un tubo de ensayo, no transmite la sensación de ruptura, de corte, de violencia; ver una mancha de sangre sobre la lona de un ring es aceptable, no horroriza a nadie afecto a los deportes de contacto, pero ese mismo líquido se resignifica si se coloca sobre una superficie ajena, como el concreto o las vías del metro. Una mancha de sangre en la calle, sobre el pavimento, casi siempre es símbolo de violencia, ruptura, de algo negativo.

Mamá, por citar un caso, recuerda con especial afectación la muerte de uno de mis tíos abuelos, “la sangre corría por toda la cuneta, como un río chiquito”, narra, y luego hace hincapié en los peligros de beber en la calle y caminar a altas horas de la noche sobre el arroyo vial, elementos presentes en aquel deceso. “Ya si alguien quiere tomar”, remata cada que saca a colación aquella anécdota, “que lo haga en su casa, donde no le pasará nada”. Un acto que siempre le ha parecido negativo, como lo es el beber, le parece menos ominoso, y sobre todo de mucho menor riesgo, si se lleva a cabo en espacios cerrados. “El que no quiera ver visiones, que no ande de noche”, recita con tono casi profético al hablar de aquel accidente, y así da por terminada cualquier explicación al respecto.

Pero sucede que hay gente que sí quiere ver visiones y las busca, aunque la mayoría de las veces sin éxito alguno. Ya que mis amigos y yo nunca pudimos encontrar un accidente lo suficientemente “fotografiable”, fotogénico a la inversa (que luciera en imagen peor de lo que lucía en vivo) pero aun así deseábamos colaborar en aquel sitio de internet, decidimos volcarnos a otra de las secciones: los casos paranormales. Fue entonces que adquirí la costumbre de robar por las noches el carro de mis hermanos mayores y salir con uno de mis amigos de la preparatoria, que además era mi vecino, a recorrer las calles en busca de los sitios supuestamente embrujados del pueblo, para tener evidencia de algún fenómeno paranormal y así catapultarnos a la fama, al menos entre la comunidad que visitaba aquella página. Tomábamos el auto, un Topaz 94 color negro, transmisión automática, y recorríamos uno a uno los sitios que la gente señalaba como malditos: una vieja casa abandonada, un teatro en ruinas, una unidad habitacional totalmente vacía. Buscábamos allá afuera el vacío, el silencio que no teníamos allá adentro en el hogar. El resultado fue el mismo en cada una de las salidas: fotografías de viejas construcciones abandonadas, con fondo oscurísimo, y más bien borrosas y desenfocadas, pero nada que pudiera calificarse de paranormal. La única fotografía donde aparecía algo medianamente inexplicable fue la última que tomé: una neblina delgada flotaba al ras de los cimientos en una de las casas que visitamos, pero en una noche donde ni siquiera hacía frío. Al revelarlas, y descubrir aquella toma, me di cuenta de que no era lo suficientemente buena para la página, pero sí para persuadirme de continuar aquella búsqueda. “¿Y qué tanto haces en la calle?”, preguntaba mi mamá cuando me veía salir, a lo que yo contestaba que sólo andaba por ahí sin rumbo, platicando con mi amigo. “¿Y no es algo que puedas hacer aquí en la casa?”, reviraba, quizá sospechosa de mis actividades, pero mi respuesta era siempre negativa. “Algo has de andar haciendo, si lo vas a hacer a la calle es porque aquí no puedes, porque de seguro es algo malo”. Porque para ella, ama de casa, mujer hogareña, la casa es un sitio seguro, de costumbres sacras y benignas, donde se está a salvo, se come y se duerme bien, y la calle es su antítesis.


Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Autor de los libros de cuento Luego, tal vez, seguir andando (Río arriba, 2012), Entre cuatro esquinas (FETA, 2014), La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), El filo del cuerpo (Revarena ediciones, 2016), Ciudad nostalgia (Abismos, 2016), Sombra-Reflejo (BUAP, 2017), Los panes y los pescados (Ediciones Periféricas, 2018), Tiempo arrasado (Revarena ediciones, 2019), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Foley (Fondo Editorial del Estado de México, 2020), con el que obtuvo mención honorífica en el Certamen Literario Laura Méndez de cuenca 2018. También es autor de los libros de crónica Tren suburbano (Malpaís, 2019) y Linde faz (FETA, 2018) con el que obtuvo el Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay. Obtuvo mención honorifica en el Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2018 por la crónica Big Tony Bang.

Becario del FONCA (2016) y del PECDA Estado de México (2018) en el área de cuento. Ha publicado cuento, poesía, crónica, ensayo, reseña y dramaturgia en medios como La Jornada, El Universal, Casa del Tiempo, Tierra adentro, entre otras, así como en las antologías Menos bella, más brutal (Ediciones Periféricas, 2020) y De narcos a luchadores (Contrabando, 2019), por mencionar algunas. Fue seleccionado para el número especial Nueve ensayistas (1985-1995) de Punto de partida y  el número especial sobre crónica: La crónica, el arte de narrar, de La Jornada.  Coordinador del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes, en CDMX. Es egresado de la Licenciatura en enseñanza de inglés, de la UNAM.

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