La gente mala // Denise Ocaranza

Debería ya ser una verdad universalmente aceptada: la infancia no es ningún idilio, es una época profunda vulnerabilidad, terror y pérdida. Entre la imaginación genuina y la imaginación que inventan los adultos para ocultar sus atrocidades, la memoria y el testimonio de la infancia se vuelven un campo de piso inestable donde un paso en falso hace resbalar a un abismo de trauma que se agranda por la falta de herramientas para lidiarlo. Este relato de Denise Ocaranza trata con el testimonio desde este estado de vulnerabilidad, trazando una cartografía macabra de como un niño se mueve en el lenguaje para defender su memoria de las intenciones malignas del mundo adulto. Nos encontramos con un texto perturbador y resonante ante el constante debate sobre qué exactamente hacer con las infancias y su inevitable confrontación con la violencia del mundo.

E.L.A.


Los paseantes o la gente mala

Pepe y yo hemos sido amigos desde el kínder. Después de clases, jugábamos en su casa porque es enorme, tiene un jardín, y ahí pasábamos las tardes jugando con su bici y con su perrito Tobi.

            Un día, Jony —el amigo de su mamá— nos compró un Frutsi congelado y luego le puso el envase vacío a la llanta de atrás para que la bici sonara como una moto. Nos turnábamos para subirnos y Tobi nos ladraba; entonces salió su mamá y nos dijo: “¡hagan de una vez silencio, por favor!” Hasta ese momento no había pensado que el silencio también se hacía, igual que el ruido.

            Esa fue la única vez que me enojé con mi amigo. Su mamá nos dio permiso de una vuelta más en la moto y me tocaba, pero eso Pepe no lo respetó. Apreté los puños y los dientes cuando gritó: “¡si no te gusta, cómprate la tuya!”. Su mamá me puso la mano en el hombro y me peguntó si me traía. Nunca me habían tenido que acompañar, porque vivimos muy cerca: caminaba por la banqueta, doblaba la esquina y llegaba. Tobi siempre venía atrás de mí y le daba una tortilla para agradecerle. Esa tarde me salí corriendo de su casa porque tuve ganas de llorar, hasta dejé mi mochila. Por suerte, Rosita —la muchacha que trabaja en la casa de Pepe— me la trajo antes de que mi mamá llegara del trabajo y se diera cuenta.

            Al otro día, en la escuela, Pepe me habló como si nada. Me propuso que a la salida viniéramos aquí. Al principio no entendí a qué podríamos jugar, ¡esta casa es del tamaño de su cuarto! Estábamos en la azotea (porque mi mamá me pidió bajar la ropa seca) cuando descubrimos que desde ahí se podía ver su casa, así que inventamos un sistema para contactarnos cuando no estuviéramos juntos: corrimos a su casa, tomamos de la caja de herramientas un rollo de hilo cáñamo, amarramos una punta a la manija de la ventana de su cuarto y después, aventé el rollo con todas mis fuerzas, deseando que llegara hasta mi azotea, pero fallé y cayó en la casa de la vecina, doña Jobita, la que nos ponchaba las pelotas. Por un momento pensé que Pepe se había enojado conmigo, pero no, dijo que eran gajos del oficio y pensé en mandarinas. También mencionó que ahora jugaríamos a ser agentes secretos y que nuestro centro de operaciones se dividiría en dos: en su cuarto cuando lloviera y en mi azotea cuando no.

            Agarramos valor y fuimos a tocarle a doña Jobita para pedirle el rollo. Sin el sermón de siempre nos permitió pasar por él. La vimos un poco más viejita y con los ojos entre azules y grises (antes no los tenía así). Pepe tomó el rollo y lo aventó, logrando que cayera en mi azotea. Ese día calculamos que la suma de nuestras fuerzas era la distancia que nos separaba entre casas. Amarramos la otra punta del hilo a una rama del duraznero para que, cuando él quisiera llamarme, la rama pegara en mi ventana. Si yo quería contactarlo, tenía que subir a la azotea, jalar el hilo y hacer sonar su ventana. A su mamá le pareció una gran idea, a la mía no tanto, pero sólo me hizo prometer que no molestaríamos a doña Jobita, porque había perdido a su viejo y la estaba pasando mal con la diabetes. Eso explicaba los alaridos por las noches.

            Otro día, Pancho, el señor de la tienda, nos contó que doña Jobita se había puesto las lagañas de su perro para ver a su esposo. Al escuchar eso, Pepe y yo nos sentamos en la banquita que está afuera de su tienda, abrimos nuestros mazapanes y le pedimos que por favor nos contara más.

            — ¿A poco no saben que los perros ven a los muertos?

Los dos volteamos a ver a Tobi, que buscaba migajas de mazapán.

            — Si te pones las lagañas de un perro puedes ver espectros, almas en pena, fantasmas… pero tú no eliges cuáles ver. Eso no lo sabía Jobita y ahora tiene que ver a tantos muertos sin encontrar al suyo. ¿Vieron que sus ojos cambiaron de color?

            — Mi mamá dice que son cataratas, interrumpió Pepe.

            — Qué cataratas ni que ocho cuartos… Es que ella circula entre la tierra de los muertos y la de los vivos. Es una paseante. Y se le ve en los ojos.

Corrimos a la azotea, nos tiramos de panza e hicimos silencio para espiar a doña Jobita: le daba de comer a sus pollitos y su perro estaba atrás de ella. Se sentó en su mecedora y de ahí no se movió. Las piedritas nos picaban las rodillas y la barriga, nos dio hambre y aburrimiento, así que mejor nos entretuvimos con otra cosa.

            Esa noche soñé feo: estaba en mi cama, pero las paredes se veían como cuando volteas al cielo y no hay estrellas. Alguien se estaba acercando a mí y se me entiesó el cuerpo, era doña Jobita haciéndome señas, intenté levantarme, pero no pude; llegó hasta mi cama y se sentó. Quise gritarle a mi mamá, pero no me salieron ni gritos ni lágrimas. La señora Jobita me miró con sus ojos ya casi blancos, me apretó el brazo y me susurró: “acércate un poco más, entonces verás”.

            Cuando por fin logré gritar, ya era de mañana y mi mamá se había ido a vender tamales. Se va cuando cantan los gallos de doña Jobita, pero ahora no los escuché. Rápido me subí a la azotea para hacerle el llamado de emergencia a Pepe y no pude evitar mirar hacia abajo, la vecina no estaba en su patio, pero sí estaba en su casa, porque se escuchaba su tos. Pepe por fin se asomó a su ventana, sabía que vendría rápido. Llegó con su uniforme y su mochila; mandó de regreso a Tobi haciendo como que le aventaba una piedra. Yo ni me había quitado la pijama, me dolía el brazo (tenía un moretón) y le conté mi sueño; me respondió que él no tenía miedo a nada, que hasta estaba pensando ponerse las lagañas de su perrito para volver a ver a su papá, (ya ve que se murió hace dos años, cuando íbamos en segundo). 

            Ese día no fuimos a la escuela y espiamos el patio de doña Jobita desde la azotea. No salió para nada, hasta nos preguntamos si no sería mejor decirle a don Pancho que le diera una vuelta, porque su tos se escuchaba cada vez peor. Mientras decidíamos qué hacer, vimos hacia la casa de Pepe, donde Jony y Rosita se estaban besando. Era hora en que la mamá de Pepe estaba en su oficina.

            Me acuerdo que mi amigo se enojó porque, aunque su mamá le decía que Jony era su amigo, él sabía que eran como novios. Yo no entendía nada. Pepe estaba jurando que le iba a contar a su mamá, cuando tocó la puerta de mi casa y se lo llevó de las orejas por faltar a la escuela. Mi mamá me regañó, pero no tanto como esperaba, supongo que porque no habíamos andado solos en la calle. Yo le platiqué que vimos a Jony y a Rosita besándose y me dijo que ya había estado bueno de que anduviera metiendo mis narices en los asuntos de los demás y me dio unos chanclazos. Luego se fue a ver a doña Jobita, porque le preocupó lo que le conté sobre su tos, pero ya no la encontró. Nadie en el pueblo da razón de a dónde se fue, ni con quién. Dejó solos a sus pollitos y a su perro; a veces lo escucho aullar (aunque dice don Pancho que ya no está ahí, que él per-so-nal-men-te se lo llevó a una granja).

            Al siguiente día, en el recreo, Pepe me contó que no le pudo decir a su mamá lo de Jony y Rosita, porque seguía enojada con él por haberse ido de pinta. Como Jony cenó con ellos, le propuso a su mamá que él pasaría por nosotros cuando saliéramos de la escuela para que estuviera más tranquila. Así fue, nos llevó a la plaza a comer helado, lo estábamos saboreando cuando Jony le preguntó a Pepe si le gustaría que fuera su papá. Mi amigo le respondió que an-tes sí le hubiera gustado, pero que desde que lo había visto con Rosita, ya no. El Jony puso una cara que yo no le conocía, dejó de ser simpático y nos gritó que éramos unos pinches mocosos buenos para nada que pasábamos el tiempo inventando babosadas. Luego nos habló de la imaginación de los niños y que cuando él era chico se metía en muchos problemas por andar de chismoso. Yo sé que uno a veces se imagina cosas, pero estamos seguros de lo que vimos.

            Después de eso, Pepe y yo pasamos poco tiempo juntos, porque se enfermó. Una tarde, me hizo el llamado y fui a su casa, pensé que quería que le llevara la tarea. Sí estaba enfermo de verdad, porque no se quiso levantar de su cama; estuvimos jugando ahí con sus soldaditos; me di cuenta que tenía un moretón grande en el brazo, como el que me salió cuando soñé con doña Jobita. Me dijo que necesitaba hacer una misión en solitario, que me la contaría, pero que debía guardar el secreto. (Sólo se lo digo a usted, porque quiero que encuentren a mi amigo; necesito saber que no se perdió en el camino de los paseantes).

            Me confesó que esa noche se iba a poner las lagañas de Tobi, porque extrañaba mucho a su papá, que creía que su mamá también lo extrañaba, pues otra vez estaba como ida. Juró que si encontraba a su papá le iba a pedir que regresara o que mejor se los llevara con él y luego se puso a llorar; fui a la cocina a buscarle agua, pero en la sala su mamá también lloraba y no quise pasar por ahí. De regreso al cuarto me crucé con Rosita, ella me preguntó que por qué siempre estaba ahí, que si no me querían en mi casa o qué. Sentí mucha vergüenza y mejor me despedí de Pepe. Al cruzar el jardín para salir de su casa, vi que Jony estaba haciendo unos hoyos en la tierra; Tobi me acompañó hasta acá, fui por un trapo y su tortilla; mientras se la comía, le limpié las lagañas lo mejor que pude. Esa fue la última vez que vi a Pepe, a su mamá y al perrito.

            A veces me encuentro al Jony en la tienda, usando el reloj con el que el papá de Pepe me enseñó a ver la hora; me guiña el ojo y me da un zape; también he visto que Rosita se pasea en la camioneta de la mamá de Pepe. Yo le he dicho a todos los que puedo que ellos son gente mala, pero mi mamá me advierte que no ande de bocón, que no me consta nada, pero, ¿cómo no se les hace raro que se queden en esa casa?

            Le cuento sólo porque mi mamá me explicó que con usted sí podía hablar, porque es policía. Ya no sé más, sólo se me ocurre pedirle que busque bien en su casa, en cada rincón; tal vez están escondidos, porque a veces, en las noches, la rama del duraznero hace rechinar mi ventana, me despierto para acudir al llamado, pero mi cuarto tiene las paredes negras e infinitas y no me puedo escapar.


Denise Ocaranza (Toluca, México, 1986) es licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEMéx. Autora de El ladrido secreto (obra ganadora del Cuarto Concurso de Cuento Infantil, UAEMéx), ha publicado, entre otros, los cuentos “El destino es un anillo dorado” (en la colección Invitación al incendio, de la revista Grafógrafxs); “Ramona en el país de las sombras” (Revista Sinfín) y «Las que solas se ríen de sus maldades se acuerdan» (Universitaria).

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