La Navidad es un culto a la muerte
Si he de ser sincero esta ha sido la columna que más trabajo me ha costado escribir. Porque quiero hablar de la Navidad y el suicidio, porque la persona a la que más amé se suicidó, porque nací en diciembre y creo que toda mi vida ha sido perturbada por ese verbo: suicidarse.
Recuerdo ver las noticias un día cercano a mi cumpleaños. Tendría yo unos siete años. La nota era un niño de primaria, como yo, que de repente se hincó frente a sus compañeros de clase para rezar y se lanzó por la vente frente a la mirada atónita del salón y la profesora. Recuerdo sentir miedo. Recuerdo una latencia en mi cuerpo de niño que siempre estuvo y que tuve que aprender a nombrar. Aún hoy me cuesta trabajo. Soy Esteban y a veces pienso en morir. Seguido. Diario, ¿Qué procede de aquí?
No sé si fue siempre, pero Navidad tiende a exagerar esas pulsiones. Demasiados estímulos. Demasiada convivencia. Demasiados familiares que decidieron morir en diciembre. Tener que manejar ese balance entre el luto y la obligación de festejar. Siento que la Navidad nos quita agencia y me siento incapaz de enfrentarme a ello. La imagino como una entidad inefable de órganos deformes que despierta cada año. Si demandara sangre, no tendría mayor problema en complacerla, pero pide cosas que no puedo terminar de nombrar. Felicidad, fraternidad, amor filial, pero torcido todo en moldes tóxicos, falsos, que despersonalizan a la gente que amo, que borran a la gente que estoy llorando. Cada año destruye la choza que me he construido en el lenguaje. Si este año, en plena plaga, tengo que pasar por ese fandango, voy a gritar.
Mi mejor Navidad fue la que pasé con mis abuelos en 2013, porque no la festejamos. Tomamos un chocolate caliente y nos fuimos cada uno a su cama porque hacía un frío del demonio.
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En este encierro me he permitido leer a Sarah Kane, la paradigmática figura del in-yer-face theatre, cuya corta obra me ha dejado marcado. Sus personajes se mueven en oposición a fuerzas que son incapaces de derrotar. Fuerzas que buscan y logran destruir sus cuerpos. Cambiarlos. Remacharlos. El lenguaje se escapa del control de sus enunciantes. El ejercicio de nombrar se vuelve una frenética lucha por mantenerse, ya ni siquiera con vida, sino con un mínimo rastro de control sobre pinches algo.
Quizá el único momento de triunfo es poder decirle a Dios que se joda por hacernos amar a alguien que ni siquiera existe.
Navidad me parece el epítome de esto. Un falso amor para un Jesús de plástico y un Santa Claus caníbal. Un falso amor para mi amigo suicida, cuya voz me cuesta trabajo recordar.
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(se interrumpe el texto. se prende la luz. hay un hombre vestido de negro y dientes cafés. habla atonal)
hombre: Hacefríoperomásnosvaleseguirdesnudosconunachingadacuantotiene
quedurarestosialguiendeustedessesuicidaennavidadjamásselosperdonarépor
elegirelpeorpinchedíadelañoparamorirpudiendomorirundíadeagostoenelque
pudiéramosirdebermudasasusveloriosodiohabernacidoendiciembreodio
habernacidoasecasnisiquieraséquéhagoquéesestosihuyendodeDiosacabo
dentrodeunaballenameasegurarédesermierdaparacuandoelcabrónsedecuenta.
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Al final de la obra de Kane, Cleansed, los dos personajes sobrevivientes yacen mutilados abrazándose sin poder hacer mucho al respecto. Quizá pudiera reconciliarme con la Navidad pensándola así, como el tiempo de descanso de las luchas, y tratar de estar cómodo con la derrota.
A veces vuelvo a pensar en el niño que rezó frente a sus compañeros antes de morir, ¿Qué oración les habrá dedicado?
Esteban López Arciga, Noviembre 2020