Y por allá en CDMX se quedó mi corazón
Visité Ciudad de México —en ese entonces, Distrito Federal— por primera vez cuando tenía 20 años. Antes de eso, solo había atravesado el aeropuerto de una sala a otra en un par de escalas para ir a otro destino. Ahora iba a cursar un semestre en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Podría explorar la ciudad, recorrerla a pie, en bici, en metro. Desde que estudiaba la preparatoria y leía las biografías de las grandes—o sea, vatos— personalidades de la literatura del siglo XX, soñaba con recorrer los pasillos de filos, visitar la biblioteca central, tirarme a descansar en el pasto de las islas.
Me enamoré de CDMX desde el día uno.
Seis meses después, regresé a Mexicali, mi ciudad natal —capital de un estado al norte del país a unos 3,000 kilómetros del centro—, odiándolo todo: el clima, los carros, la universidad, mis compañeros, mi casa. Todo. Había sido feliz en el DF, me había descubierto en muchos sentidos, y Mexicali me recordaba a una vida miserable, aburrida, lejos de los tacos al pastor y las quesadillas fritas. La misma gente de siempre, los mismos lugares de siempre, los mismos chismes de siempre. Me urgía regresar a CDMX cuanto antes. En ese momento, a mis recién cumplidos 21 años, no imaginé lo mucho que ese amor se transformaría en hastío, y que mis visitas a CDMX se convertirían en una relación con altas y bajas. Tiempo después, odiaría la ciudad y no querría nunca regresar a vivir allí.
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Como un acto de maldición, mis intereses afectivos tendrían algún tipo de relación con el altiplano central. No sacaré cuentas —me niego a afrontar el número—, pero han sido demasiados como para que sean casualidades. Cuando pensé que había superado esa etapa, que había roto el hechizo que me atraía a regresar a Ciudad de México, mi pareja de aquel momento —un chico de mi ciudad, nacido y criado en el rancho— me comentó que pensaba aplicar a unos posgrados en la capital del país. Me di cuenta que no, que mi maldición solo se había transformado, pero ahí seguía. Al año se mudó a CDMX y, meses después, terminamos. Luego, me enamoré perdidamente de un chilango. Fue ahí que decidí reconocerlo: voy a regresar.
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Terminé la universidad, se me presentaron un par oportunidades laborales, comencé a relacionarme con otras personas, entré a la maestría, conseguí cierta estabilidad. Me di cuenta que no, que el problema no era Mexicali, no era mi ciudad. El problema era yo. Mexicali tiene 50 grados centígrados en el verano, poca oferta cultural, altos índices de contaminación, pésimo transporte público, pero, vamos, nunca harás dos horas en el tráfico. Llegas —en carro— en veinte minutos a cualquier lado. Puedes improvisar planes con tus amigos y, en media hora, estar con una caguama y la música retumbando las paredes del vecino. Aprecié ese tiempo que no perdía en traslados. Por las mañanas, salía de mi casa a las 6:30 am en mi bici, llegaba a mi trabajo a las 6:45, daba mi primera clase a las 7:00; después, me movía a la universidad, comía algo, el camino de regreso a casa era menor a diez minutos. Me negaba a renunciar a eso.
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Dejé de idealizar la vida en la gran ciudad. Lo veía como una opción para formarme, tal vez estudiar algún posgrado, tomar algunos cursos, aceptar alguna oferta laboral que me permitiera tener experiencia; después de eso, regresar a mi vida en Mexicali. Regresar a mis traslados de quince minutos en bici, a los bares con mis amigos, a los fines de semana en casa de mis papás. Más que nada, lo que buscaba era paz, tranquilidad, una vida estable, y no veía de qué forma podía conseguir eso en medio del caos que es Ciudad de México. En Mexicali ya lo tenía, podía ser mejor, pero no era tan malo. ¿Para qué arriesgarme? Además, siempre podía ir a CDMX, quedarme unos días, visitar los museos, ver a mis amigos, caminar por sus calles. Quedarme en Mexicali no significaba renunciar a CDMX, aunque sí significa renunciar a relaciones de pareja con personas que vivieran en Ciudad de México. Maldita CDMX que se robaba mis afectos.
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De repente, odié lo que simbolizaba esa ciudad, sobre todo, en lo que respecta al mundo de las artes y de la academia. Si quieres triunfar, tienes que ir a Ciudad de México, al menos un tiempo, que te conozcan de aquel lado, que sepan tu nombre, que te relaciones. La mayoría de la gente del norte —que hacía esa clase de peregrinación a la capital— tenía una condescendencia hacia los que nos quedábamos y, claro, también buscaba explicarnos todo con los lentes de ahora lo entiendo mejor porque vi las cosas desde fuera. Porque estudié en tal institución, porque me dio clases tal maestro, porque tomé taller con tal escritor famoso. Yo lo llamo: el chilangosplaining. Cuando me la aplicaba un capitalino, lo entendía, era su tierra; cuando lo hacía un local, me parecía insoportable. Temía convertirme en esa clase de persona. Irme a estudiar y regresar a Mexicali con la cola entre las patas porque no logré sobresalir en el centro, y dedicarme ahora a pararme el cuello con esas experiencias. Poco a poco me convertí en lo opuesto: una norteña muy orgullosa que renegaba de esas prácticas aspiracionales y les explicaba a todos por qué Mexicali era mejor.
Un amigo se encargó de echarme un balde de agua fría para que topara que era la misma gata, pero revolcada. Yo ya había estado un tiempo fuera. Yo ya había regresado odiándolo todo. Yo ya había tenido esas experiencias en la universidad que me permitieron decidir que la vida en Mexicali no era tan terrible, que podía quedarme aquí en la comodidad de mi casa sin sufrir ningún agravio. Al final de cuentas, soy una mujer blanca heterosexual de clase media que vive con su hermana y dos gatos, ¿con qué cara ando por ahí sintiéndome mejor que los demás por preferir la rutina de Mexicali que la de CDMX?
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Cuando veo hacia atrás, cuando regreso a mis antiguas relaciones, siempre agradezco que se hayan quedado ahí, en el pasado. Termino una relación, atravieso el duelo —acompañada de mis amigas—, y pienso que qué bueno que pasó. Qué bueno que me terminaron. Qué bueno que ya no estoy con él. Qué bueno que no insistí. Aún no llego a ese punto con mi última relación. Cuando estuve con él en su departamento en Ciudad de México, sentí mucha paz. Me sentí segura. Sentí la misma tranquilidad que me da estar un domingo en mi casa en Mexicali. En un conjunto habitacional al sur de la ciudad, me percaté de que podía tener, en medio de edificios y más de ocho mil millones de personas, aquello por lo que me aferraba a mi pueblo: también podía tener un hogar.
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Hace mucho que dejé de renegar de Mexicali. Hace mucho que comenzó a darme risa cada que escucho o leo a un foráneo quejarse de la ciudad, asegurar que aquí no hay calidad de vida, que no hay nada que hacer, que es un lugar inhóspito para vivir. Tampoco es que me dé aversión, pero sí cierto repelús cuando escucho a los locales maldecir al rancho, aspirar a la vida de la capital o del extranjero. Recuerdo que hace unos años pensaba lo mismo. También creía que estando lejos encontraría lo que no encontraba aquí y, de cierta forma, así fue. Ahora que lo he descubierto en mi casa, que me he reconciliado con esta ciudad, lo hallé de nuevo en aquel lugar que hace más de un lustro me dio tanto. Aunque no sé si esa revelación haya llegado demasiado tarde. Espero que no.
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Seguramente, regresaré a CDMX a estudiar o por alguna oferta de trabajo. Aunque yo prefiero que, si eso pasa, sea por amor. Si voy a dejar esta ciudad, este hogar que he formado, deseo que sea para hacer hogar con alguien más. Tal vez con eso rompa mi maldición.
Karla Michelle Canett (@ArreLaQueBarre).
Noviembre de 2020.