Reseña: Historia de la leche // Mónica Ojeda

Para que Mabel sea Mabel, hay que matar a Mabel:
Notas sobre Historia de la leche

Hay libros que llenan de una especie de un miedo incierto tan pronto como empieza la lectura. Este no es un miedo ultimadamente amoroso, como el que tanto les gusta a los jesuitas, sino un miedo a enfrentarte a un texto confeccionado para aclarar el orden de lo abyecto, darle nombres o no-nombres a los horrores cotidianos, explotando en sacrificios. Un chorro de sangre que de ahora en adelante mancha cualquier lectura futura. Hay una relación textual con estos libros que inventan léxicos para hacerte cargar con lo horrendo, un intento de ponerle un nombre a la fuerza que nombra las jerarquías macabras: Una monstruosidad. Un monumento a la profanación. Una máquina de desazón que reaviva un terror nauseabundo en los recuerdos de la infancia. Uno de los libros de poesía más hermosos que he leído en los últimos años. Estas frases sueltas, viene bien a decir, son todas apuntes que hice mientras leía Historia de la leche de Mónica Ojeda.  Tomando al pie de la letra la concepción de Thomas De Quincey del asesinato como un acto estético, la escritora ecuatoriana se mueve en un registro que ronda entre lo horrendo y lo conmovedor para confrontarnos con la potencialidad mórbida de nuestros afectos: el asesinato y la mutilación como un pacto de sororidad.

La voz que se enuncia en el libro nos traza una trama familiar como la antesala lógica del derrame de sangre. Una hija se ve moldeada por las manos de un padre que la preferiría hijo y las de una madre que la envuelve en un destino de dolores, de un cuerpo roto que empieza y termina con un alumbramiento que lo mismo hace de pecado original:

Tendré una hija rota
 y la peinaré con todos mis dientes
 Le enseñaré
 lo duro de ponerse los zapatos
 y lavarse la cara
 para ir limpia
 a ver mariposas en verano
 Le enseñaré el brillo de los bisturíes 
 La invitaré 
 al circo de los cascarones sucios
 rompiéndose
 Y cuando ella
 rota de renacimiento 
 pida desnacerse
 como piden todas las hijas rotas
 abriré mis piernas:
 la invitaré a reencarnarse 
 a volver al primer grito 

La crianza es una extensión de un primer ego, los cuerpos infantiles no pueden concebirse si no son una extensión de la carne de los padres. En este sentido los padres realizan un pacto antropófago para consumir la extensión de carne, piel y huesos que ven en la progenie:

 Y papá y mamá pronunciaron al norte:
 “Han madurado nuestros frutos 
 habrá que comerlos antes de que se pudran” 

En esta crianza caníbal empieza a germinarse una resistencia en la forma de una anagnórisis. Hay un cuerpo que acompaña al de la enunciante en el que esta empieza a trazarse fuera de las fronteras paternales: “’Soy tu hermana’, me dijiste/Eres mi hermana”. En esta anagnórisis, el primer reconocimiento de la hermana Mabel, la carne de las niñas deja de ser una mera extensión comestible para los padres y empieza a llenarse de una posibilidad aparte. Sin embargo, para poder ser aparte, hay un recurso fundamental que gestionar: la sangre. Las niñas crean una dicotomía entre su sangre y su familia con la cual harán trizas los proyectos de los padres y jugarán con sus cuerpos en sus términos, aunque esto implique la muerte.

Aquí empiezan a resonar de manera latente varios motivos de la obra de Julia Kristeva, particularmente su trabajo seminal: Los poderes del horror. El concepto de lo abyecto como este elemento que quiebra las fronteras entre el yo y el otro. El orden de la abyección es uno de lo que es y lo que no es, por tanto, aquello que es corrupto y sucio es lo que rompe esta economía poniendo en duda los límites de una jerarquía, particularmente aquella impuesta por el rol materno en la crianza. La sangre es un elemento particularmente complejo, pues tiene connotaciones corruptas y contaminantes, pero a la vez también carga con el potencial y de sacrificio divino para (re)establecer otro orden. Así pues, ante la teleología formulada por los padres sobre los cuerpos de las niñas, un orden de estrictas fronteras carnales, la hija enunciante encontrará en su sangre y en la Mabel un medio emancipatorio. Una violencia sagrada que se vuelve elemento sine qua non para reformular las fronteras: para salvar la identidad de Mabel, y por extensión la suya, es necesario matar a Mabel.

Ante el lenguaje casi religioso con el que los padres sellan los destinos de las hijas, las niñas van desarrollando un habla aparte de ritmos más erráticos. Es en esta habla que la muerte de Mabel se vuelve una fuerza creadora. Mientras la madre sigue tratando de amarrarlas ahora con el elemento logocéntrico de la lectura del “libro de abismos”, empezamos a ver la complicidad de las niñas para crear a partir de la muerte de Mabel. Con el asesinato, la hija víctima encuentra una mayor agencia tanto como fuerza creadora como en el disfrute de su cuerpo, mientras que la hija asesina revindica su capacidad artística y narrativa. Sólo en este momento pueden inscribirse en el sagrado libro de abismos, efectivamente destruyendo la jerarquía de la abyección promovida por la lectura vertical de la madre:

 El cuerpo de Mabel se abre y es una mandíbula que carcajea su daño
 El cuerpo de Mabel se abre y es una mandíbula que muerde su gloria 
 [...]
 Apagado su diseño abierto
 tu cadáver es un testimonio visible
 de mi capacidad de crear 

Es en este punto donde el libro empieza a calarme a un nivel corporal, pues la complicidad de las niñas nos obliga a confrontar esa posibilidad del infanticidio no sólo como un hecho de morbo funesto, sino como un acto que conjuga ética y estética. Es una respuesta a un tipo de maternidad caníbal de la cual las hijas tienen que escapar para reclamar el derecho a ser y estar en el lenguaje. El libro empieza a perturbarme de sobremanera porque el asesinato de Mabel problematiza la reificación de la infancia y la antropofagia que viene incluso con las crianzas mejor intencionadas.

El resto del poemario viene decir que con la creación del nuevo orden no hay conciliación con el anterior. La madre intentará vengar lo sucedido con Mabel, pero poco o nada podrá hacer para restaurar la dinámica previa. La niña que sobrevive huye de su progenitora y carga con el conocimiento de que “madre e hija es una antinomia”. Así como Edipo Rey, al buscar las respuestas que no debía saber, deja al descubierto una economía de la abyección ante la cual debe mutilarse para compensar sus actos y a la vez enfrentar lo inefable de los mismos, las hermanas al reconocerse la una en el cuerpo de la otra, dejan al descubierto las estructuras carnívoras de los padres y necesitan del homicidio para poder enfrentarlas. La leche queda al final como el elemento de este orden previo que no pudieron purgar de la sangre. Un símbolo que hay mirar “con los ojos cerrados/es la única forma de llevar su peso”.

Historia de la leche es una lectura que deja un hueco en el estómago. Una delicia de verso libre de encabalgamientos erráticos que se vuelve hipnótica a pesar del horror contenido. Es también un libro urgente en cuanto la concepción de la infancia, pues negar el terror que llena a esta etapa es darle carta abierta a la antropofagia de niños. La poética de Mónica Ojeda es una de las propuestas más interesantes que he leído en un buen rato y espero con ansías ver los retos que le dará a la crítica en los años por venir.

-Esteban López Arciga, Noviembre de 2020


Historia de la leche de Mónica Ojeda fue publicado por Editorial Candaya y puede ser adquirido aquí.

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