Llegué a García Lorca después de un chisme relacionado con la vida íntima de Salvador Dalí. Por ese entonces leía a los surrealistas franceses y, como cualquier adolescente perfectamente enfermo, estaba encandilado por la falsa promesa de libertad del automatismo psíquico puro propuesto por el señor André Breton.
Esta fue razón suficiente para que, tan pronto cayera en mis manos, repitiera en mi cabeza que apenas salía de la pubertad el vertiginoso delirio de Poeta en Nueva York. Por aquellos años, un amigo bajito que sudaba patetismo robó Yerma de una librería de cadena en una edición francamente pobre. No recuerdo si lo leyó, pero poco importa. Al final, la obra de García Lorca nos tocaba a todos, incluso a quienes no lo habían leído y a quienes fingían hacerlo.
En la Universidad compartí con algunos compañeros activistas de la Asamblea Estudiantil Medio pan y un libro, un hermoso discurso que nuestro poeta redactó para inaugurar una biblioteca en Fuente Vaqueros, Granada. Leyéndolo, en un acto pseudointelectual que podría caer en lo masturbatorio, nos convencíamos a nosotros mismos de la seriedad de nuestra empresa. Era año electoral, y por poco me afilié a la Juventud Comunista de México, embriagado por el compromiso político y el idealismo característico de los tiempos que corrían.
Desde entonces el carácter romántico de Federico García Lorca me visita de cuándo en cuándo, más por azar que por deseo. No puedo decir que soy un lector fiel, pero sí un amante de ocasión. Guardo en mi memoria con especial cariño García Lorca en México, un ensayo-ficción de José Emilio Pacheco donde imagina un García Lorca que, entre otras cosas, escribe melodramas para Estudios Churubusco.
A nuestro santito lo tenemos bien colocado. Porque el verdadero mérito de Federico, más allá de su musical obra poética y dramatúrgica, es habernos dado un altar maricón, con velas rojas como castillos, en donde podemos llorar a nuestros muertos.
Jesús de la Garza
Octubre, 2020