La escritura de Bárbara González está impregnada de descripciones y diálogos precisos que te permiten crear imágenes y sensaciones que te transportan a lugares y momentos de la cultura pop. En este cuento, Bárbara nos lleva a Colima, los terrores de acostarte con un amigo y las distinciones de las clases sociales. Pero, también, nos recuerda las fiestas infantiles en McDonald´s y las implicaciones detrás de estas, el hecho de lidiar bajo la sombra de los estándares de belleza y el desconsuelo de que tu mejor amigo sea un fuckboy —y que, además, te guste—.
K.M.C.
El funeral
Como siempre, Benjamín llegó tarde por ella y, como siempre, ella se equivocó suponiendo el futuro. Él dijo que llegaría a la una. Cuando por fin tocó el claxon para anunciar su llegada, daban ya pasadas las dos. Mientras lo esperaba, Alexis se había negado la posibilidad de prepararse un sándwich o comerse cualquier cosa porque, seguramente, Benjamín tampoco habría comido. Así, fantaseaba, se verían forzados a pasar al Drive Thru de McDonald´s antes de salir a carretera y pedirían por el altavoz un “combo porquería” como los dos le llamaban a una malteada de fresa, una hamburguesa, unas papas fritas, nuggets y helado de vainilla; comida que despreciaba de dientes para afuera, pero que deglutía con placer de dientes para adentro. Se asomó al balcón. Benjamín se bajó del auto envuelto en el misterio de sus lentes oscuros y solo levantó la cabeza para saludarla de lejos. Ella bajó corriendo las escaleras del edificio con la maleta y la caja de galletas que apretaba contra su pecho. Se subió al asiento del copiloto, se abrochó el cinturón de seguridad, puso la caja de latón sobre sus piernas y se colocó también sus lentes oscuros. Bajó la ventanilla, lista para sentir el viento en su cara, pero Benjamin aún no ocupaba la posición de piloto. Se asomó por el retrovisor y lo vio en la tienda de abarrotes. Cuando por fin se subió al coche traía en una de sus manos un nutrido sándwich de jamón y queso. La malteada con papas fritas frías y la mala imitación de carne entre dos panes secos se habían ido a la mierda.
—¿Y luego? —le preguntó incrédula Alexis.
—Pues no he comido —le respondió Benjamín con la boca llena, sorprendido por su reclamo.
Alexis permaneció en silencio unos segundos esperando a que Benjamín le dijera algo; cuando no sucedió, ella lo hizo por él.
—Pues yo tampoco —la respuesta, como la última papa del hipotético combo de comida rápida, se quedó ahí, enfriándose sin que nadie la tomara.
Después de que Benjamín se terminara su sándwich, señaló la caja de galletas de mantequilla sobre las piernas de Alexis.
—¿Me das una?
Alexis agitó la cabeza de un lado a otro.
—¿Por? —respondió Benjamín confundido.
—A menos que quieras un polvorón sabor Raúl, no creo que se te antoje.
Benjamín puso cara de disgusto.
—A ver, abre la caja —le dijo y se arrepintió de inmediato—; no, no, mejor no.
—¿No quieres ver que los gatos también son polvo de estrella? —le respondió Alexis.
Benjamín soltó una risita. La misma risita que soltó por el teléfono cuando Alexis le preguntó si estaba ocupado y él solo dijo:
—Algo.
—¿Estás con Alline? —le preguntó Alexis con algo de maldad.
—Sí
—¿Están cogiendo?
—Nah, es como mi hermana.
—¿Qué harás el próximo fin? —le reviró rápidamente—, ¿me acompañarías ahí por Manzanillo?
Benjamín respiró de tal manera que Alexis solo pudo interpretarlo como un encogerse de hombros y eso, en el idioma de ambos, era un sí.
Benjamín y Alexis se conocieron en tercero de primaria. No solo estudiaban en la misma escuela, eran vecinos y se la pasaban uno en casa del otro. Cuando a Benjamín le regalaron su primera cámara Nikon de rollo a los diez años, jugaron a fotografiar los tétricos accidentes mortales de Alexis. En la serie, una foto mostraba a Alexis con su ropita de los noventa, un vestido de flores amarillas por encima de unas mallas negras largas y una chamarra de mezclilla amarrada a la cintura, frente al Datsun blanco de sus papás. En la siguiente, Alexis estaba sobre el suelo “atropellada” por el auto estacionado. Otra foto mostraba a la niña al pie de las escaleras cubiertas de alfombra beige. En la siguiente foto de la serie, la niña estaba al final de los escalones, contorsionada como un pretzel. Cuando Benjamín pasó por las fotos al laboratorio del Club de Precios, el laboratorista le extendió el sobre junto un rollo extra por el que Benjamín no había pagado, con una sonrisa cómplice. Alexis nunca le perdonó que se hubiera gastado ese rollo en fotografiar a Carolina, la guapa del salón. Alexis no era fea, pero nunca sería tan linda como ella. Más bien siempre la describían como chistosa, descripción que no decía nada, pero que se quedaría con ella hasta convertirse en adulta.
Ahora por fin tenían un muerto de verdad en el auto. Más específicamente dentro de la caja de galletas, ahí, Alexis había guardado las cenizas de Raúl, su exgato. Los precios de las urnas para mascotas le parecieron excesivos y, además, al felino siempre le habían gustado los abanicos de Macma. Benjamín aceleró rumbo al occidente, con la mente en las playas de Colima, la última y eterna casa de Raúl.
—¿En serio quieres hacer eso? —preguntó Benjamín por el teléfono cuando Alexis le explicó su plan. Por respuesta solo obtuvo el silencio que sonaba a un encogerse de hombros.
—¿Vamos a quedarnos en un lugar con alberca?
—Sí, de eso yo me encargó —contestó Alexis mientras intentaba escuchar más allá de la voz de su amigo, poner oído en toda la habitación.
Benjamín desaceleró al llegar a la primera caseta y prendió un cigarro mal liado que había aprendido a hacer en su semestre en Europa.
—No traigo efectivo —le dijo sin voltearla a ver. Alexis le alcanzó un billete y volteó los ojos regañándolo mentalmente. Él lo tomó sabiéndose regañado en silencio. Ella alcanzó a acariciarle los remolinos de pelo castaño detrás de la nunca que siempre auguraban peligro para las chicas que se sentían atraídas por sus grandes ojos puestos en esa cara alargada.
Manejaron durante horas interrumpidas a veces por Benjamín que le pedía poner canciones de las que se iba acordando o por algún recuerdo de la infancia. Entraron a una ciudad y Alexis vio los arcos dorados que le fueron negados cuando empezaron el viaje.
—¡Para! —gritó Alexis y pararon.
A pesar de que la temperatura era de casi veintiocho grados por la noche, dentro del restaurante había que usar suéter.
—Tengo una teoría —dijo Alexis mientras sorbía su malteada—, solo los niños de clase más alta podían tener cumpleaños en McDonald’s; aunque fuéramos en la misma escuela de paga, los cumpleaños en McDonald’s lo aclaraban todo, ahí te dabas cuenta que no eras en realidad como los otros, que tus papás hacían muchos esfuerzos por mentirte.
—Yo tuve un cumpleaños en McDonald’s —respondió ofendido Benjamín—, y éramos vecinos; no éramos tan diferentes, Ali.
—También tenías Hershey’s líquido en la alacena. En realidad, tus papás eran millonarios.
—En ese cumpleaños entró un vagabundo y lo dejamos comerse la hamburguesa del niño que te levantó la falda. Millonarios, pero buenas personas.
—Podrías decir que se hizo justicia —respondió mordisqueando una papa que después enterró en la bola de helado de vainilla como un conquistador en el monte Everest.
De vuelta en el auto, Benjamín le puso la mano en la rodilla como si la pusiera sobre el tablero, como si la pusiera sobre cualquier cosa. Alexis no la movió a pesar de que se le estaban pegando las piernas al asiento y las sentía sudorosas. Manejaron así hasta que llegaron a Manzanillo y se dibujó en su rodilla el vestigio de su palma.
Alexis abrió la puerta del cuarto que habían rentado. En la foto, el lente en gran angular la hacía lucir más espaciosa y cómoda. La alberca, promesa de lago interminable, era una modesta poza cubierta de hojas. Visto desde el ángulo correcto, todo puede salir bien. Dentro había una cocineta, una humilde sala con un par de sillones de dos plazas y una habitación con una única cama matrimonial que Alexis vio perfectamente bien y a todo color cuando reservó el lugar.
—Si a ti no te importa, a mí tampoco —le dijo Benjamin, llevándose otro cigarro a la boca.
—Cuándo me ha importado —le respondió Alexis mientras se lavaba los dientes.
— Pues antes no, pero ahora tienes chichis.
—Las tengo desde hace más de veinte años y no fumes aquí —le dijo señalándole el cenicero en el tocador.
Alexis dejó la caja de latón sobre la mesita de noche. Se metieron debajo de las sábanas. Después de un rato, sintió que Benjamín se daba la vuelta. Los remolinos de café castaño se acercaban peligrosamente a su cuello.
—Sí sabes que te quiero, ¿verdad? —le dijo en tono confesional—, eres como mi hermana —le decía mientras la abrazaba por la cintura.
—Todas son tus hermanas.
—Pero tú eres la que mejor me cae.
Benjamín le pellizco la pequeña panza que se le formaba a Alexis a pesar de ser bastante delgada.
—Oye, ¡qué te pasa!
Benjamín se rio y Alexis comenzó a hacerle cosquillas, conocía mejor que nadie sus puntos débiles como mapa de territorio que se había expandido como Estados Unidos sobre México, cada año un estado nuevo hecho de cicatrices y caídas. De las cosquillas pasaron de los besos y de los besos a quitarse la ropa. Cuando Benjamín se abrió paso entre sus piernas con sus manos, ella le preguntó.
—¿No traes nada?
—Nada de qué.
—¿Cómo que de qué? ¿En serio no estabas preparado?
Benjamín se encogió de hombros en la oscuridad. Eso quería decir que no. Alexis, que se había cambiado la ropa interior por una de encaje que no estuviera sudada, sí que se había preparado. Cuando volvió a intentar llegar a ella como si nada hubiera pasado, Alexis lo empujó.
—Así no —le dijo mientras quitaba sus manos de encima de ella.
—¿Así no qué? —respondió Benjamín.
—Que así no —dijo Alexis manoteando y pegó un puñetazo en la oscuridad que aterrizó en el ojo de Benjamín. Una acotación de dolor sonó en el cuarto. Después de un rato de ver con un solo ojo al techo, Benjamín se levantó y, sin decir nada, tomó una sábana y se fue acostar al sillón de dos plazas de tapizado sospechoso.
Alexis no podía dormir hasta que de pronto sintió siete kilos de mamífero saltar sobre la cama. Conocía bien los pasos de Raúl. Sigiloso, avanzó por la sábana hasta llegar al hueco que formaban sus piernas acurrucándose ahí y, con su fantasmal maullidito, arrulló a Alexis hasta que se quedó dormida.
Al día siguiente, sin decirle mucho, Benjamín estaba esperándola en el auto con sus lentes oscuros. Manejaron una hora adentrándose en la montaña hasta llegar a una playa más o menos deshabitada salvo por un par de negocios de comida. La idea era tener un funeral lo más tranquilo posible, fuera del alcance de la Banana y el Parachute.
Alexis abrió la caja de latón. No contaba con que la humedad del clima haría que se le pegaran las cenizas a la mano. Aun así, tomó puñados y los lanzó al aire. Las cenizas se expandieron sobre la brisa marina, como el gran y flexible animal que a Raúl le hubiera gustado ser, hasta caer en el agua salada perdiéndose con los miles de granos de arena que brillaban en el fondo.
Con la caja de latón vacía sobre la mesa del restaurantito, pidieron dos órdenes de ceviche y varias cervezas. No habían hablado hasta que Benjamín se bajó los lentes dejando ver el moretón en su ojo.
—Hay que ser una persona muy mierda para tirar las cenizas de un gato al mar —dijo sin quitar los ojos sobre las olas. Más que decírselo a Alexis, parecía que se lo decía al mundo entero.
Luego nada, sólo el ronroneo del mar entre los dos.
Bárbara González (Ciudad de México, 1982). Fundadora de la HCAN editorial intermitente para los románticos más cínicos. Escribe. Ha colaborado en publicaciones como Frente, Más por Más y Este País.