Porquería // Ana Fuente

En esa melancólica película clásica de Carlos Saura, Cría cuervos, la protagonista desarticula sus recuerdos de la infancia y piensa en esos años no como un periodo de felicidad e inocencia, sino como un tiempo de terrible miedo. Este cuento de Ana Fuente me hace pensar si el miedo y el asco también son elementos inherentes a la maternidad/paternidad que no volteamos ver por encajar con narrativas romantizadas de la crianza. Con un tono sardónico, Fuente juega con un imaginario sensorial que nos obliga a fijarnos en los claroscuros de la crianza. Una apestosa ida al parque como un ejercicio de deconstrucción.

E.L.A.


Porquería

–Dile a tu papá que te lave las manos.

Santi se relame las manos enrojecidas como si quisiera llegar al hueso. Los restos de chamoy se acomodan en los rinconcitos de las cutículas y los pliegues de sus dedos rechonchos. Su padre está sentado en la misma banca que su madre, a la distancia exacta de quienes se conocen pero no pretenden tocarse.

–¿Para qué se las voy a lavar? Ya se chupó todo y ahorita se las va a volver a ensuciar.

–Allá hay un baño.

Sus miradas no se cruzan mientras hablan, como si se dirigieran al vacío. Ella contempla los juegos del parque plagados de niños en uniforme, de mamás y papás, de nanas y niñeras; él levanta la vista para descubrir que el baño público está del otro lado de la explanada.

–¿El baño de hasta allá? ¿No traes toallitas?

–En la pañalera, sí.

–¿Y dónde..?

La monótona voz de Renata empieza a cobrar vida a través de la impaciencia.

–Abajo, Juan Pablo. La pañalera está abajo de la banca.

Él busca en los tres cierres de la pañalera. Revuelve la ropa, mezcla el contenido de los diferentes compartimentos, la devuelve a medio cerrar al piso. Su voz es un ruido varonil y extrañamente caprichoso al mismo tiempo.

–No hay.

Santi sigue lamiéndose hasta llegar a las muñecas. El tono de Renata es metálico y plano, casi robótico, mientras recuerda cómo compraron la pañalera cuando ella tenía apenas tres meses de embarazo y cómo Juan Pablo había elegido la mochila gris porque, según decía, él la iba a cargar.

–Están en el lado derecho, donde van las toallitas. Esa tapita de velcro está específicamente diseñada para guardar toallitas.

La forma de pronunciar “específicamente”, “tapita” y “toallitas” hacen que Juan Pablo talle con fuerza las manos del niño, que suelta la carcajada por alguna cosquillita involuntaria.

–No se le quita el color, ¿verdad?

–No, Renata. No se le quita.

–Sí, eso pensé. Imagínate si así le pinta las manos, lo que no le hará en la panza.

–No le va a pasar nada, no seas exagerada. Pinta mucho y ya. Así pintaban las Tutsi Pop cuando éramos niños y no nos pasó nada.

–Pues sí, pero yo no comía Tutsi Pops a los dos años.

–Debes tener un don muy especial para acordarte de tus dos años, pero seguramente yo sí comía Tutsi Pops a esa edad y no me pasó nada.

–Y mucha gente sobrevivió a pesar de que antes fuera legal fumar hasta en los aviones, pero no por eso nos vamos a echar un cigarrito con él, ¿verdad, gordo?

Renata saca un estuche de lentes oscuros de la pañalera, lo más parecido que tiene a un bolso desde que es mamá. Parsimoniosa y delicada, abre el cierre, se acomoda los lentes sobre la nariz y entre la cabellera medianamente rubia y devuelve el estuche a su sitio. El rayo de sol del que hasta hace unos minutos los protegía un edificio ilumina directamente la banca.

–Santi, quítate del sol. ¿Quieres una gorra, mi amor?

Santiago está sentado entre ellos, pero en el piso. Junta un mntoncito de hojas para luego destruirlo con ambas manos. Juan Pablo se inclina y recarga los codos sobre las rodillas. Se rasca la cabeza con desesperación previendo el diálogo que está a punto de ocurrir.

–Sí trajiste la gorra, ¿no?

–Se me olvidó.

–Ay, Juan Pablo. Te dije que trajeras la gorra.

–Ya lo sé, por eso estoy diciendo que se me olvidó. ¿Por qué no la agarraste tú si saliste después que nosotros y te quedaste armando la pañalera, linda?

–Porque te dije a ti que la trajeras. No tenía mucho sentido que la trajera yo si iba a llegar más tarde, ¿no, gordo?

–¿Quieres que vaya por ella a la casa para que estés más tranquila?

–No, déjalo. Ya para qué, si ya casi nos vamos. Y la gorra no es “para que yo esté más tranquila”, es para que tu hijo no se insole. No me haces ningún favor trayéndola.

Renata se recarga en la banca e invierte el orden en que tenía las piernas cruzadas.

–No le va a dar cáncer por una vez que se asolee en un parque, Renata.

–No, obvio no. Está bueno que tengas ese pretexto para todas las veces que se te olvida, nada más que cuando le dé, ni nos vamos a enterar porque ya nos habrá dado a nosotros. Santi, vete a jugar allá a la sombra, mi amor. Sí, al arenero está bien.

En cuanto el niño se sumerge en la arena y hace más montoncitos, cada uno clava la mirada en la pantalla de su teléfono. Sus pulgares recorren metros y metros de información con un movimiento idéntico cuando unas pisadas rítmicas se acercan a ellos por el sendero en el que está la banca. Renata levanta la vista y dirige un saludo discreto con una inclinación de cabeza. Juan Pablo observa por encima del armazón de sus anteojos y sigue todo el recorrido que el campo visual le permite. Cuando insiste en observar sin girarse, la incomodidad le obliga a tallarse los párpados con el índice y el pulgar.

Renata suelta un resoplido casi imperceptible.

–Cómo ha crecido, ¿no?

–¿Qué?– pregunta él sin moverse.

–Quién. Ella, Elenita.

–¿Elenita?

–Elenita, sí, Juan Pablo. La hija de Gabriela y Aníbal. Y pensar que ya tiene dieciséis. Bueno, y pensar que apenas tiene dieciséis. ¿Te acuerdas de cuando la conocimos? Tenía diez añitos nada más. Una bebé. Ahora juega volibol, pero no sabía que también corría ¿tú sabías?

–Sí, sí me acuerdo. No, no sabía. No llevo muy bien la cuenta de la edad de la hija de los vecinos, ni de ella ni de ningún otro y no, tampoco me entero de los pasatiempos de nadie.

–Seguro por eso tiene ese cuerpo precioso. Y porque tiene dieciséis años, obviamente. Die-ci-séis.

–No sé, no me he fijado. Estaba viendo a Santiago jugar– dice Juan Pablo mientras se restriega la toallita sucia entre las manos.

En la boca de Renata se instala una ligera mueca de escepticismo, perceptible sólo para un ojo conocedor como el de su marido.

–¿Te imaginas que hubiéramos tenido una niña? Menos mal que tuvimos niño, gordo.

–¿Por qué?

–Pues no sé, qué nervios estar ahí viendo cómo a tu hijita se la sabrosea cualquier vejete asqueroso cuando sale a correr y así. Hay gente muy enferma por ahí.

El énfasis en “vejete asqueroso” es obvio para cualquier oído.

–Si fuera mi hija, no la dejaría salir sola y menos vestida así. Pero pues no soy su papá.

–¿Así cómo, gordo?

–Así, en shortcitos y camisetita.

Renata reconoce la profunda repulsión que le provocan los diminutivos en la voz de su marido.

–Salió a correr, Juan Pablo. No es “camisetita”, es ropa deportiva. ¿Qué esperabas que trajera puesto? ¿Una burka?

–Pues unos pants o algo así menos provocativo. Estando las cosas como están…

–Tiene dieciséis años, ¿te provoca?

–Por supuesto que no, Renata. Es una niña y la conozco desde que tiene diez años.

Su atención se distrae en ver a Santiago haciendo montañas de arena apelmazadas y lanzándola por los aires.

–¿Estás divertido, campeón?

–Nada más no le vayas a aventar arena a los otros niños, mi amor. Acuérdate de que eso no es amable.

Ella decide limarse las uñas cuando la batería de su teléfono se ha agotado.

–Mira esos pobres niños que vienen con las nanas al parque. Sus papás no les dan ni un ratito de su día. Incluso si nos alcanzara para una, yo no la dejaría traerlo. No me veas así, aunque trabajaras más o tuvieras un mejor trabajo o lo que fuera que nos diera más dinero y pudiéramos pagarla, a mí no me gustaría.

Para evadir otra arista de la discusión sobre las finanzas del hogar, Juan Pablo prefiere hacerla partícipe del contenido de su celular.

–¿Viste que los gays ya van a poder adoptar?

–No, no sabía.

Renata no se esmera en ocultar su desinterés y Juan Pablo insiste:

–A mí me da mucho gusto que más niños vayan a ser adoptados, aunque sea por parejas gay.

–Qué bueno que adopten a más niñitos de la calle, sí, gordo.

–Aunque les guste el arroz con popote.

Renata sonríe discreta y se sonroja. Suelta una palmada que no sabe si ser brusca o cariñosa y aterriza torpemente en la parte superior del muslo de su marido.

–Ya, Juan Pablo, shhhhhht. Te van a oír los papás de los otros niños.

La risa de Juan Pablo tiene un aire triunfal cuando encuentra un ápice de complicidad y, motivado, se atreve a tomar la mano de la mamá de su hijo. El nerviosismo de Renata no solo es evidente en su rostro, sino palpable en el sudor caliente y pegajoso que emana de su palma ansiosa. Cuando logran mirarse, una mueca que pretende ser amigable les impide esconder el asquito que se instala en ambos. Ninguno logra retirarse y permanecen así unos minutos, conscientes de que el sudor que escurre ha llegado inevitablemente a manchar el pantalón del papá de Santi.

La bajada del sol anuncia las seis treinta de la tarde. Aliviados, confirman la hora en el reloj y abandonan la banca con sorprendente rapidez. La transformación de su hijo, como la de los niños a su alrededor, está a punto de suceder. Los adultos se apresuran para llevarlos a casa antes de que oscurezca y ocurra el inevitable berrinche cuya justificación universal consta de un simple enunciado: es que está muy cansado.

–Mi amor, no te estés comiendo la arena, por favor. Te va a doler la panza al rato. Y menos te chupes los dedos con toda la porquería que traes. Vámonos ya, corazón, ya es hora.

–Ven, campeón. Ponte la chamarra.

Al ver que el resto de sus compañeros de juego se dirige a la salida, Santi los imita. La camiseta polo desfajada, las rodillas de los pantalones kaki raspadas, los tenis y los calcetines blancos percudidos hasta la negrura hacen mella en el gesto de Renata y en su inútil esfuerzo por no apretar los labios. Santi corre hacia ellos y, al percibir el rictus en el rostro de su mujer, Juan Pablo se anticipa a sacar una toallita y limpiar las manos aparentemente enlodadas del niño. Le prometen una caricatura al llegar a casa: papi le ayudará a poner la tele y mami hará botanitas. Él lo sostiene del lado izquierdo y ella del derecho; juntos cuentan los pasos para balancearlo en el aire al dar el tercero. A pesar de lo pulcras que parecen sus manitas, un aroma a mierda se sigue desprendiendo de ellas.


Ana Fuente Montes de Oca (CDMX, 1984) estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado cuento y ensayo en distintas revistas impresas y en línea. Fue beneficiaria del apoyo Jóvenes Creadores del FONCA en la disciplina de cuento. En 2018 publicó su primer libro Chicharrón de oso y algunos cuentos del fracaso en Fondo Editorial Tierra Adentro. En 2019 recibió el Premio Dolores Castro de Narrativa por La Ley Campoamor. Se ha dedicado a la edición, la traducción, la corrección de estilo y la docencia. Radica en Ensenada, Baja California.

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