Mi abuela me decía que no le hiciera mucha confianza a los gatos. En cambio, cuando se trataba de perros, me decía que podían ver cosas, sentir espíritus y advertirnos desgracias. Que no ignorara sus ladridos, mucho menos si aullaban durante las noches. Nunca me he considerado supersticiosa, he sido más bien una completa muy incrédula ante la sal, las escaleras y los espejos; pero no a los perros. Mariana Rosas, con una prosa clara y un ritmo precisa, nos transporta a Cerroblanco, un pueblo que atraviesa una crisis y donde el síntoma son los ladridos de sus canes. Y nos damos cuenta que ahí se oyen ladrar los perros.
K.M.C.
Los perros de Cerroblanco
Los perros de Cerroblanco ladraban cuando los fuegos artificiales de la fiesta patronal chispeaban sobre la noche. Ladraban, desvelando a los habitantes de la colonia vecina, ante la visión de la luna llena, la lluvia y los relámpagos. Los perros de Cerroblanco aullaban furiosos tras los balazos de los cada vez más frecuentes asaltos a mano armada. Y todos los perros de aquella zona fronteriza de la capital les ladraban a las puertas cerradas de las casitas de colores cuando uno de sus dueños estaba próximo a la muerte. Fue por eso que la gente del barrio comenzó a intentar deshacerse de ellos. Los amarraban a los árboles de la carretera más cercana, los soltaban a media calle para que —aturdidos por los cláxones de los peseros— corrieran hasta perderse. En el mejor de los casos los regalaban a sus parientes más remotos, quienes prometían que los animales tendrían espacio suficiente para correr y jugar, aunque esto no fuera cierto. Del kiosko principal colgaba una lona de letras rojas: ¿No sabes qué hacer con tu perro? ¡Nosotros lo damos en adopción! y junto a ellas una foto oscura de quien parecía ser Lupito, el chihuahueño de los dueños de la pastelería. Lupito había sido el primero de los perros en desaparecer —o en ser desaparecido—, pero quedaban muchos todavía. Aun así, los perros de Cerroblanco no dejaron de ladrar.
Sergio, a pesar de las opiniones de sus amigos y familiares, no quiso despedirse de la Mosha. No le asustaba la historia de doña Anita, la de la papelería, quien había tenido un infarto después de que su perro Pantuflo le ladrara toda la madrugada a la puerta de su habitación. Tampoco la de el primo del vecino de su compañero de trabajo, quien había chocado el día después de que su cachorro Chilaquil hiciera lo mismo. Ni siquiera tuvo miedo cuando Mosha comenzó a gruñirle a la puerta de su habitación durante la noche. Sergio salió semi-dormido al pasillo, con su pijama de shorts y camiseta de un partido político por el que no votó, pero cuyos regalos no quiso rechazar. Vente pa’acá, le dijo a Mosha y la cargó al interior del cuarto, aunque pesara más de quince kilos. Pero la perra siguió ladrándole a la puerta como si una sombra detrás de ella fuera a tomar a su dueño por los pies para arrastrarlo hasta el inframundo. Basta perro endemoniado, pensó antes de taparse la cara con la almohada y volver a caer en un sueño profundo. Ni los aullidos de la Mosha ni la paranoia colectiva de los vecinos podrían interrumpir sus pocas horas de descanso después de las doce que duraban sus jornadas laborales.
La mañana siguiente, para su sorpresa, despertó más temprano y menos cansado de lo habitual. También tuvo suerte: durante las primeras tres paradas del camión fue el único pasajero, sentándose exactamente a la mitad del autobús. Los rayos de sol que entraban por la ventana iluminaban perfecto las páginas del libro que iba leyendo. Sin embargo, unos quince minutos después, se percató de que un hombre lo miraba desde la esquina de la siguiente parada. Algo en Sergio le hizo desear con todas sus fuerzas que el hombre no abordara el autobús, pero este lo hizo y no dejó de mirar a Sergio en el trayecto. De la puerta trasera entró otro al mismo tiempo, y mientras los nuevos pasajeros se acercaban a Sergio, el primero de ellos tomaba lo que se veía como un objeto pesado bajo su gabardina, Sergio supo lo que venía. Y pensó en los perros, los condenados perros.
Mariana Rosas Giacomán nació en la Ciudad de México en 1998, actualmente es estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Su cuento “Bajo mi ventana” obtuvo una mención honorífica en el 16º concurso preuniversitario Juan Rulfo de la misma universidad (2015). Ha publicado cuentos en diversas revistas digitales, entre ellas Cuadrivio, Digo.palabra.txt, Letralia, La Experiencia de la Libertad, Bitácora de Vuelos, Carruaje de Pájaros, Efecto Antabús y Editorial Elementum.