Host // Daniela Albarrán

Ya nos diría Roland Barthes que todo es relato, pero también nos diría Genette que todo es, a su vez, un discurso. No hay una verdad absoluta, no hay un relato, no existe el relato. En realidad, estamos rodeados de discursos: cada quien cuenta su experiencia, su testimonio. Siempre hay más de una posibilidad en la narración y Daniela Albarrán explora esas posibilidades con el siguiente texto donde, a partir de uno de los cuentos clásicos de la tradición fantástica en América Latina, le da voz a un personaje relegado.

            ¿Qué pasaría si cada historia la escucháramos desde varias perspectivas?

K.M.C.


Host

“Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin

parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas”.

Amparo Dávila

Nunca olvidaré el día que llegué a vivir con ellos. A él lo conocí en un viaje que realizó a Medio Oriente.

Cuando ella nos abrió la puerta, de inmediato sentí el rechazo; nunca le vi las ganas de incluirme en su vida; yo los escuché hablar de mí escondido tras la puerta. La esposa, horrorizada, le suplicó al marido que me echara, que yo era un ser abominable, pero él no le hizo caso, le dijo que yo era completamente inofensivo. Fue así cómo me instalé en esa casa, con trabajos y muy a su pesar me otorgaron un cuartucho al fondo, donde las goteras y la humedad me calaban los huesos en invierno. 

Sus hijos tampoco me recibieron con mucho entusiasmo: yo intentaba jugar con ellos, pero estaban mal aconsejados por la esposa; me rechazaban, incluso, en algún momento, me golpearon y me aventabron basura. Poco después de mi llegada, desistí en entablar relación con ellos, me quedé solo en mi cuartucho para dejarlos en paz; solo salía de noche y dormía de día.

La casona era grande y muy hermosa, le entraba luz por todos lados; aunque era muy antigua y las paredes de adobe se estaban desgastando, a mí me gustaba; sé que desde que llegué, ella dejó morir las plantas y los pisos cada vez estaban más sucios; poco a poco, la casa se fue deshaciendo. Yo, por las noches, intentaba arreglarla; pero, al otro día, ella se daba cuenta de mis intenciones. Si yo regaba una violeta, ella la tiraba al piso.

En el día, mientras permanecía dormido, ella se acercaba sigilosa a mi cuartucho, escuchaba muy de cerca su respiración, pero lo único que hacía era enroscarme más y no abrir los ojos. Percibía sus intenciones. Al comer, veía su sombra tras de mí y sentía el temor de que me fuera a envenenar. La advertía tras de mí todo el tiempo y, cuando volteaba para encararla, ella salía corriendo y gritando como una loca.

Tanto la criada como ella me trataban como si yo fuera un mueble. Cuando salía a tomar el sol, ellas comenzaban a cuchichearse, ahí está él. Él, él, él. Nunca me preguntaron mi nombre y yo tampoco se los dije.

Una noche salí de mi escondite y vi la puerta de su recámara entreabierta, me asomé y los vi recostados, pero ella se movía inquieta; pensé en sacarla de su pesadilla, aunque no fue necesario: el ruido de mis pasos la despertó y asustada me aventó una lámpara de gasolina que por poco me incendia. Salí corriendo a esconderme y me propuse evitarla lo más posible.

Con el tiempo me pude dar cuenta que su matrimonio era muy infeliz, casi no se hablaban. Solo se decían cosas indispensables, pero a ninguno de los dos los veía con intenciones de mostrarse interés, mucho menos cariño. Desde antes de que yo llegara, sospeché, ese matrimonio estaba acabado; aunque, en algunas ocasiones, ella le decía a él que todo era por mi culpa.

Un día, Guadalupe, la criada, salió a hacer las compras y vi que dejó a su chiquillo. Yo me le acerqué a tientas a saludarlo cuando de pronto él comenzó a llorar. En eso, la esposa llegó a a golpearme diciendo que yo quería matar al niño. Salí disparado a esconderme, pero ella le contó a Guadalupe que yo intenté matar a su crío y ambas juraron vengarse de mí. Cuando se lo intentó contar al marido, él la tomó por loca, le dijo que yo era un ser inofensivo y que era imposible librarse de mí, no podían correrme: yo era su invitado.

Pasaron los meses, él no hacía otra cosa más que lamentarse de mi presencia y ella se la pasaba llorando por las esquinas, le decía a su criada que no podía dejarnos porque no tenía dinero ni forma de sobrevivir afuera de nuestra prisión. Pero que tenía que aniquilarme, solo cuando yo saliera de esa casa, ella podría volver a ser feliz. Así que lo planeó.

Él se fue a uno de sus viajes de negocios, se tardaría veinte días en llegar. Los primeros días de su ausencia yo estuve precavido, no dormía ni comía de lo que ellas preparaban, me mantenía alerta hasta que en un momento el sueño me venció y me dormí. Me despertaron unos ruidos espantosos. Las dos estaban clavando unas grandes tablas para dejarme encerrado en mi cuartucho. Me quedé sin agua, ni comida algunos días, pero logré romper las tablas y salir a la luz. Cuando ella me vio a la cara, huyó despavorida al saber que no podría recibir a su marido con la noticia de mi trágica y repentina muerte, como era su plan. Llegó el día en que su marido regresó a la casa, cada vez más fría y descuidada; yo me escondí cerca del recibidor para verlo, y vi que ella, desesperada, se echó a sus pies suplicándole que me sacara de esta casa, que era imposible que los dos siguiéramos bajo el mismo techo. Él, con lágrimas en los ojos, le contestó que no podía, que fue víctima de un ritual de brujería en Medio Oriente, y que, si me sacaban de esa casa, tanto a ella como a él, les caería la desgracia, así que yo estaba condenado a ser por siempre el Huésped.


Daniela Albarrán nació en Toluca, en 1994, es Licenciada en Letras Latinoamericanas por la UAEM. Ha participado en diversos congresos nacionales de literatura y ha publicado cuentos en Monolito, Grafógrafxs, Castálida y tiene la columna dominical Post it en Viceversa Noticias.

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