Es importante reflexionar no solo la naturaleza del deseo, sino también los fundamentos del sistema punitivo que termina por privarnos de él. En el relato de Marisabel Macías, la familia se muestra como uno de esos jugadores clave en la conformación de la mujer como sujeto al que no le está permitido disfrutar del propio cuerpo. Hablamos, sí, de un sistema heteropatriarcal, pero también de una estructura que se tambalea. ¿Es posible construir otro mundo, donde el deseo no esté atado a este tipo de normativas?
J.G.
Memoria
Ya no pienso en alguien cuando me masturbo, sólo en la destrucción del mundo. Me tiro sobre la cama, me toco por encima de la ropa, y llevo el dedo medio directo al clítoris, presiono con fuerza, con desesperación, con el único objetivo de alcanzar un orgasmo fulminante, un instante que me conecte con lo que sea que esté más allá de mí, de esto.
Tardo uno o dos minutos, lo consigo. Cierro los ojos. Abro la boca y jadeo, inhalo hacia arriba, tiemblo, dejo de pensar. Me pongo en un limbo entre el goce y el sufrimiento. Finalmente, con esa pequeña serie de descargas me disuelvo en el universo, dejo de ser este confuso animal. Mi columna vertebral se arquea.
Parece que fue hace siglos que dejé de tomarme el tiempo para masturbarme, para convertir ese balanceo en una caricia, para imaginar a detalle el rostro de uno o varios acompañantes. Es como si las sombras se hubiesen apoderado de mí, de mi rincón de fantasías; aunque sigue punzante la necesidad que tiene la carne de sentir.
La última vez que me di placer, que me amé eróticamente, sucedió algo pavoroso. No puedo decir exactamente cómo pasó, o por qué justo ahora ese demonio se desató. Pero, un segundo antes de perderme en éxtasis, el rostro de mi madre y mi padre aparecieron de golpe, una emoción perturbadora. Luego una escena.
Los recuerdos oscuros de la infancia inundaron ese momento tan íntimo. Una herida ardiente y profunda me atravesó la cintura, el pubis, la cordura. No es sencillo descubrir, de adulta, un suceso turbulento que había permanecido enterrado en la memoria, aunque admitas que tarde o temprano te alcanzaría.
Así que esa habitación mental se cerró para siempre, y la culpa ha crecido como una hiedra en las paredes del recuerdo.
Siempre tuve presente que, por algo relativo a quien soy, mi madre fue y habló hasta con el cura, luego con el psiquiatra. Siempre intuí que las insinuaciones “graciosas” que me hacia mi padre, “tenían una razón de ser”, sentía una culpa perpetua, sin saber por qué. Percibía secretos densos sobre mí, pero nunca creí entender del todo aquel ambiente familiar lleno de tensiones y celos.
Además, habían pasado tantos años desde que salí de esa casa, sólo recordaba que no me gustaba estar ahí. Creí que ese sentir permanecería maniatado hasta la muerte. Pero despertó esa noche, esa última vez que me supe mía desde el deseo que parece primigenio.
Y ahora, casi a mis cuarenta, mientras me sacudía y me saciaba bajo el edredón azul, aparentemente libre de yerros, me llegó como relámpago el aroma de aquella tarde en la que me escondí bajo una cobija, con una almohada entre las piernas, y me froté hasta que me deshice en un gemido. Tenía nueve años. Vi una película en mi cabeza. Escuché un grito, me asomé y supe que era ella, mi madre. Me descubrió agitada, sexualmente inexplicable para su decencia. Me bajó a rastras de la cama, y me llevó en calzones hasta mi padre, le gritó que me estaba tocando; luego me pegó una cachetada y me corrió al cuarto. La escuché berrear toda la noche. Mi madre lloró desconsolada porque su niña de nueve años era una “caliente”, una “perra”. Y mi padre sólo le insistía en que lo olvidase y se acostaran, que lo tocara.
Tras revivir ese recuerdo, justo en el clímax de esta noche adulta, no pude evitar llorar desconsoladamente. Me sentí sucia, condenada, y entendí las tantas veces que, en mi adolescencia, mi madre me llamó puta. Cómo pude haber olvidado algo así, o en todo caso, de ser esto un invento burlón de mi memoria, cómo podría concebir mi mente, recrear perfectamente, una escena tan dolorosa y detallada, en la que la vergüenza puede sentirse en el presente.
¿Cómo me librero de esa historia de infancia?
¿Cómo olvido?
¿Cómo perdono?
¿Cómo cambio el sentido de todo?
…
Termino de escribir la última pregunta, agrego los puntos suspensivos y pienso que, aunque yo fuese sólo una escritora, y nada de esto me hubiese sucedido en verdad, de todas formas, padecí este fragmento, esta historia.
Marisabel Macías Guerrero (Mar), nació en Sinaloa (1986). Sudcaliforniana por convicción, y actualmente habitante apasionada de la Ciudad de México. Filósofa feminista, escritora, lectora entusiasta, tallerista y promotora de cultura independiente. Autora del libro de relatos eróticos “Penny Black”. Publica en su propio blog, así como en revistas digitales e impresas de circulación nacional. Coordinadora del proyecto “Círculo literario de mujeres”. Amante de los libros, las buenas charlas y el café.