Las imposiciones de la colonialidad nos han sido heredadas como dogmas sin espacio a la duda. Cuando somos capaces de soltar esos discursos, nos encontramos con relatos que nos llevan a explorar posibilidades que retan nuestras apariencias. En este cuento, con un lenguaje sencillo, un tono infantil y un ritmo que nos invita a salir y tomar aire fresco, Elma Correa nos muestra otra cara de esos procesos colonizadores a través de los ojos de un pequeño de diez años. Un texto lleno de ternura pero que, a la vez, nos confirma aquello de que los niños siempre dicen la verdad.
Ver este discurso no solo desde la perspectiva de la otredad, sino también desde la perspectiva de la niñez nos permite conocer estas versiones silenciadas por medio de la historia y coincidir con el protagonista: todas las escuelas son aburridas.
K.M.C.
Siempre hemos vivido en la montaña
Me llamo Dodo de los Aires. Tengo diez años y vivo con Mapache Carpintero, Cenzontle Rubicundo y Ajolote del Gran Lago. Sé que los dodos no podían volar pero me llamaron así para reclamar la hidalguía que la historia niega a ese pájaro que los colonizadores holandeses asesinaron. O eso es lo que me dijo Mapache Carpintero cuando le pregunté por mi nombre. Me gusta nadar con las nutrias, correr con los linces y planear con las águilas aunque eso lo hago solamente en mi imaginación. Me gusta recoger bayas con Cenzontle Rubicundo y que después las convierta en mermelada. Me gusta que Ajolote del Gran Lago me cante canciones y me cuente historias al anochecer. Somos una familia. Nosotros siempre hemos vivido en la montaña.
Aquí en la montaña disfrutamos la naturaleza. Bailamos en la lluvia, aullamos con los animales, jugamos en el arroyo. También leemos mucho. Mapache Carpintero tiene una cabaña llena de libros con los que Ajolote del Gran Lago me enseñó a leer. Me gustan los libros. Me da mucha risa ver las fotografías de las personas con esas ropas tan raras. Nosotros no nos ponemos ropa. Cenzontle Rubicundo dice que no necesitamos porque así estamos más cerca de nuestro origen. A mí me parece bien porque puedo orinar igual que los osos y los delfines y revisarme el origen cuando me da comezón. La comezón en el origen me da principalmente en verano porque es cuando las flores sueltan su polen y parece que eso da comezón a algunas gentes así como yo. Aunque yo no conozco a nadie más con comezón por polen. Las abejitas nunca se rascan.
En invierno, Mapache Carpintero nos hace cubrirnos con un tejido de ramas y piel de conejo. Es muy cálido pero raspa y yo siempre tardo mucho en acostumbrarme al ardor que me da en la espalda. Casi siempre cuando por fin deja de molestarme ya casi es verano otra vez y puedo volver a estar cerca de mi origen y luego tengo que acostumbrarme a las pieles de conejo con ramas de nuevo. Que yo recuerde, así me ha pasado unas diez veces. Nosotros no comemos conejo. Nada más comemos lo que nos dan los árboles del monte y lo que Cenzontle Rubicundo hace crecer en la tierra. Cada vez que Mapache Carpintero caza a un conejo hacemos una ceremonia de agradecimiento porque el conejito se hace uno con el universo para que nosotros podamos estar tibios en el invierno. Por eso casi no me quejo cuando me pica la espalda. Pienso en los conejitos y hago ayuno por el conejo de la luna llena. Es mi manera personal de darle las gracias a los conejitos.
Casi nunca recibimos visitas. Pero cuando alguien llega a nuestro campamento tiene que quitarse toda la ropa y dejar sus pertenencias y prejuicios en la orilla del arroyo. Mapache Carpintero repite lo mismo a todos. Entonces Ajolote del Gran Lago saca los bongós, las guitarras de palo, las flautas de caña que nosotros tallamos, y tocamos los instrumentos concentrándonos en seguir los latidos de nuestros corazones. Casi siempre Cenzontle Rubicundo es poseído por la música y baila dando vueltas por el campo. Gira, salta, se estremece en el suelo, presa del frenesí de conectar con lo más puro y sagrado, arranca flores de los arbustos y zanahorias del huerto para bailar con ellas. En el momento más intenso de su danza Cenzontle Rubicundo se abraza de la zanahoria y la usa en diferentes partes de su cuerpo. En ese punto la mayoría de los visitantes ya están bailando también y ayudan a Cenzontle Rubicundo con sus nuevos pasos de baile.
Ajolote del Gran Lago y Mapache Carpintero se ponen muy felices y también bailan y enseñan sus propios pasos de danza a Cenzontle Rubicundo y su compañía. Y entonces yo me aburro y dejo de raspar el hueso de lobo con una piedra y la verdad es que ya nadie extraña la música porque ellos están haciendo sus propios sonidos mientras bailan acostados en la tierra. En mi familia siempre hay mucho baile y música y amor. Desde que me acuerdo, tres visitantes se han quedado tan maravillados por la danza de Cenzontle Rubicundo que han pasado temporadas con nosotros. El último parecía que iba a quedarse, se tejió una hamaca que colgó cerca de la hamaca de Cenzontle Rubicundo y hasta Mapache Cazador lo coronó con el nombre de Gato Alado.
Gato Alado me caía bien. Me enseñó a pescar con arpón de hueso de conejo y me contaba cosas simpatiquísimas de la ciudad de donde venía. Cuando Gato Alado llegó al campamento yo acaba de leer un libro de un lugar increíble que se llamaba Nueva York y me emocionaba mucho que Gato Alado fuera nuevayorquense, pero no, Gato Alado me explicó que eso era en otro país. Me dijo que en su ciudad las personas tenían nombres diferentes que no homenajeaban animales, que había un lugar que se llamaba escuela donde los niños de mi edad iban todos los días a la misma hora para aprender a hacer lo que yo aprendía con Ajolote del Gran Lago. Entonces dije que Ajolote del Gran Lago era mi propia escuela y Gato Alado se rio poquito y me dijo que sí, que yo era afortunado pero que a lo mejor me podía gustar la escuela. Ya me gusta Ajolote del Gran Lago, le contesté, y Gato Alado ahora sí se rio con ganas y me dijo que no, que estaba hablando de la otra, de la escuela-escuela.
Con Gato Alado podía conversar durante horas y horas de lo que más me gustaba de Nueva York: los puentes. Gato Alado no se cansaba de escucharme hablar de los treinta y seis puentes que estaban en el plan original del parque de Nueva York, cada uno de diseño diferente y hecho con materiales diferentes. Uno de mis pasatiempos preferidos era memorizar los nombres de los casi dos mil puentes y túneles de la ciudad, pero era difícil porque eran dos mil en un idioma extraño, así que terminaba distrayéndome con algo más. Por eso una de las mejores cosas que hicimos juntos Gato Alado y yo fue construir un puente con madera y cuerdas para cruzar una afluente del arroyo allá por el lado de las piedras ahumadas. Podíamos sentarnos ahí a comer chabacanos durante horas, con los pies colgando al ras del agua hasta que los dedos se nos ponían viejitos.
Gato Alado me acompañaba a recoger frutas y yo le decía cuáles eran las buenas y cuáles las venenosas, pero a Gato Alado le gustaba más comérselas que ponerme atención. Le enseñé a entender a las ardillas y él me enseñó a reparar los nidos de las golondrinas, porque son unos pájaros muy distraídos y a veces se les caen con todo y sus polluelitos. Le enseñé a moler la bellota para que Mapache Carpintero nos preparara atole y cuando escuchamos cantar a una paloma, le enseñé a imitar su gorjeo. Entonces Gato Alado me contó que las palomas se emparejan de por vida y que solamente cantan cuando una de las dos palomas muere: es un canto de tristeza. Yo no sabía nada de eso y sentí pena por la paloma que cantaba pero después pensé que era culpa de ellas por elegir nada más a una paloma y no querer a ninguna otra. Claro, así cómo no iban a sufrir. Gato Alado pensaba que yo tenía ideas de persona grande y yo pensaba que tenía ideas y ya.
Lo pasábamos bomba, como aprendí a decir con Gato Alado, cuando leíamos cosas en los libros de Mapache Carpintero. Ahí le enseñé una enciclopedia de animales extintos donde vimos que el dodo se llamaba Raphus cucullatus, que vivía cerquita de Madagascar que es una isla fabulosa donde hay unos árboles que se llaman baobabs y que no les gustan a los niños del espacio, y también viven ahí unos changuitos de colita parada con unos ojotes saltones. Qué ganas me daban de ir a Madagascar. Sobre todo porque ahí a un ladito era la casa de los dodos que crecían casi tan altos como yo pero gorditos como un puerquito pequeño, hasta tenían un puño de plumas rizadas en el lugar de la cola y unas alitas de broma que no les levantaban esa barriga redonda de tanto que les gustaban los cocos. Gato Alado dijo que parecían pájaros retrasados, pero yo le leí un pasaje que afirmaba que contrario a la opinión popular, no eran torpes sino confiados, porque nunca habían tenido contacto con los hombres.
Los conquistadores, unos señores horribles, pensaban que cualquiera diferente a ellos era tonto, pero no, los tontos y malvados eran ellos.
Mi parte favorita de la historia del dodo es cuando lo cocinan para comerlo y les sabe feo. Es la venganza secreta del dodo. No servirle para nada a la gente que busca una utilidad en todo.
Esa noche, después de cenar, organizamos una carrera circular con Mapache Carpintero, Ajolote del Gran Lago y Cenzontle Rubicundo en la que todos ganamos y todos recibimos un premio. Estar con Gato Alado me hacía muy feliz. Gato Alado y Cenzontle Rubicundo bailaban bastante y me gustaba mucho que la familia creciera, pero entonces, como ocurría a veces, llegaron más visitantes y Mapache Carpintero les dijo que se quitaran la ropa y los prejuicios y encendimos una fogata y Ajolote del Gran Lago puso a sonar los bongós, las guitarras de palo y las flautas de caña y yo raspé con una piedra los huesos de lobo. Luego Cenzontle Rubicundo hizo su danza con la zanahoria y los visitantes nuevos y Gato Alado y los demás bailaron y yo me fui a tirar guijarros al arroyo y encontré la ropa de los visitantes. Como no tenía nada que hacer me probé las camisas. Me puse una falda en la cabeza y cuando iba a meterme completo en la pierna de uno de los pantalones, se salieron unos papeles.
Pensé que eran cuentos o historias y me puse a leerlos.
Uno decía que en el cerro del Cuchumá había una colonia de vegetarianos nudistas viviendo en unión libre grupal como rechazo a las convenciones capitalistas que destruyen el planeta y atentan contra el estado primitivo y natural de los hombres y las mujeres. Que no molestaban a nadie pero que había un reporte sobre un niño al que inculcaban sus ideas radicales y que crecía como niño lobo. Que el menor corría riesgos indecibles y que, principalmente, no asistía a la escuela, siendo así violados sus derechos constitucionales, por lo tanto, el Sargento Detective Rodríguez estaba asignado como agente encubierto para rescatar al niño de la secta. Obviamente, era una historia de acción y aventuras. Busqué la continuación pero nada más encontré una tarjeta con la foto de Gato Alado donde alguien le había puesto “S.D. Daniel Rodríguez” en lugar de Gato Alado.
Seguí jugando con la ropa hasta que me quedé dormido.
Cuando desperté, Gato Alado estaba vistiéndose como si tuviera mucha prisa, me dijo que los visitantes se habían ido y que nosotros también teníamos que irnos antes de que Mapache Carpintero nos encontrara. Me levanté todavía amodorrado y miré un montón de pedacitos de papel flotando en el agua. Una trucha saltó para comerse un pedazo y su coletazo levantó una brisa que formó un arcoíris fugaz con la luz de la mañana. Gato Alado sacó una bolsa de un escondite de piedras y me la dio. Eran unos zapatos. Dijo que me los calzara, que con ellos podría correr mejor, pero yo no quería correr ni usar zapatos. Gato Alado se miraba muy chistoso con la ropa puesta. Era un traje azul que en el pecho tenía una cosa brillante que Gato Alado me dijo que se llamaba insignia de identificación. También usaba un sombrero que me recordó a los conquistadores de la enciclopedia. Me dijo que si me apresuraba podíamos hacer lo que yo quisiera, que podía llevarme a Nueva York a mirar el puente de Brooklyn y a Madagascar a que acariciara un lémur, pero que lo más importante era que iba a inscribirme en la escuela. Que no me preocupara, que cuando fuera grande podría regresar a visitar a mi familia.
Pero yo no estaba preocupado.
Anudé las cintas de los zapatos y me los colgué en el hombro. Le dije a Gato Alado que conocía un atajo para bajar el cerro donde podíamos detenernos a comer algo para el camino. Anduvimos un rato. Gato Alado parecía nervioso pero yo sabía que no tenía por qué. Todo estaba bien y seguiría muy bien. Recogimos bayas azules y piñones. Gato Alado comió con gusto porque las bayas azules son las más sabrosas del monte. Ajolote del Gran Lago me explicó una vez que las plantas son muy listas, que tienen formas de engañar a los animales y a las personas que son los que siempre las están molestando. Por eso las bayas azules tienen ese color tan bonito y tan brillante, para que cuando un zorrillo vaquetón las estuviera saqueando quedara pando de tanto dulce y creyera que había ganado, pero entonces las bayas azules hacían ignición en la panza del zorrillo y lo hacían escupir espuma y luego ponerse morado y ese zorrillo tragón ya nunca volvía a destrozarles las ramas.
Le limpié la boca a Gato Alado con su camisa. Le dije me llamo Dodo de los Aires. Vivo con Mapache Carpintero, Cenzontle Rubicundo y Ajolote del Gran Lago. Somos una familia. Nosotros siempre hemos vivido en la montaña.
Luego, cuando Gato Alado se hizo uno con el universo tiré los zapatos a una madriguera de coyotes, escondí su placa de identificación en el tercer árbol a la izquierda de las piedras ahumadas para tener un recuerdo de él y regresé al campamento. Mapache Carpintero y Ajolote del Gran Lago estaban trayendo agua del arroyo y Cenzontle Rubicundo araba su sembradío de zanahorias. Yo corrí a la cabaña y me puse a buscar un libro sobre escuelas. La verdad es que Gato Alado exageraba, todas se veían muy aburridas.
Elma Correa es narradora, escribe cuento y crónica. También coordina un encuentro internacional de escritores y gestiona la cuenta de Ig @habitaciones_propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. Ha sido becaria del Fonca y del PecdaBC, sus textos se han publicado en diversas revistas literarias y antologías nacionales e internacionales. Tiene tres gatitos de nombres pretenciosos: Calypso, Perec y Molloy. Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.