You Never Know // Andrés Paniagua

Termino de leer este texto y me siento cansado. El sopor sigue incluso después de escribir estas líneas. Quizá lo que más me frustra es que llegando a la cama el sueño se convertirá en ansiedad y morderé mis uñas hasta poder tener las cinco horas de sueño que obtengo si bien me va. Despertaré, y veré el monitor frustrado de aburrimiento, pero incapaz de hacer algo más.

El cansancio y su primo, el aburrimiento, resultan también campo fértil para proyectos políticos atroces que se escurren en la monotonía, ya gente más inteligente que yo ha descrito los nexos de la ennui romántica con el surgimiento del fascismo. En este ensayo de Andrés Paniagua, el tedio que viene antes y durante la pandemia cobran sentido como piedras angulares de un contexto político estancado. La forma desperdigada del texto es un espejo fiel a la experiencia del encierro y el colapso: piezas sin armar que probablemente se queden así hasta que llegue la retrospectiva, pero por lo pronto son lo poco que tenemos para articular.

E.L.A.


You Never Know

Por donde se le vea, fue un invierno
interminable. Emulsiones con
y luego rodearon el lago como
suficiente. Este abril será
de una sensibilidad inadecuada al verde. Me levanté
temprano, ausente por una hora
pincel de seda y hacha
me gustaría pensar que soy otra persona
imagen latente que se desvanece
Ben Lerner

Hoy me desperté como a eso de las seis. Es la tercera vez que sucede esta semana, lo que sumado a días anteriores, resulta en ojeras terribles y un estado de ánimo dudoso. En teoría, programar la alarma a las nueve debería implicar, al menos, tres horas extra de sueño, pero no. Son las seis, y mientras proceso este hecho pienso en las cosas que debería hacer. Debería lavar los trastes, debería revisar el mail, incluso debería escribir. Antes, como sea, debería levantarme, tomar la decisión y concluir con el asunto. Acaso sea verdad, aun así, últimamente no soy capaz de concluir nada al respecto.

Antes del inicio oficial de la cuarentena trabajé dos años para una empresa cliché en todo sentido. Como obrero de la computadora mis deberes no eran precisamente complicados, consistían en transcribir, corregir y vaciar información. Por lo demás, horas nalga en un lugar con iluminación artificial, apretado, donde lo mismo hacía calor o frío. No exagero ni pretendo descripciones ariscas, solo era eso, la vida entre servidores y habitáculos con aire acondicionado titilando en una pantalla negra. Memorable por ser poco memorable. Así, por lógica, tan pronto volví al desempleo parcialmente voluntario—digo parcialmente porque a pesar de no renunciar, deseaba recibir las muchas gracias—, mi primer objetivo fue recuperar ciertos hábitos: tardarme en el baño, caminar por las tardes, fumar en la computadora, miércoles en La Dominica, comer de pie y cuando siento hambre, pero sobre todo, con cubiertos metálicos. No es queja, aclaro, en aquella oficina el privilegio de utilizar una vajilla para adultos fue revocado cuando se descubrió un ladrón de cucharas. Solo desechables.

Dios da, dios quita. Así es el mundo empresarial.

En el suelo, junto a la cama, hay un par de libros amontonados, un vaso de agua, mi celular. Scroll infinito en Instagram. En Facebook, una amiga comienza una discusión sobre los probables móviles de Ted Kaczynski.

Odio despertar y sentirme cansado. Pero lo cierto es que estamos en cuarentena, podría intentar dormir de nuevo. Desde que estoy en casa leo poco y escribo menos; contrario a tantas personas, encerrado en una cáscara de nuez no puedo ser rey de un espacio infinito. Además, ¿quién diría tal cosa? Ese tipo de afirmaciones solo tienen sentido en el arte. Todavía más lejos, ¿quién tendría ganas de ser rey? Aislamiento, déficit de vitamina D revestidos de hálito divino y propensión a la hemofilia. De todos modos, algunas personas se esfuerzan por hacer que la contingencia nos presente consecuencias tangibles e inmediatas, sonrisas y ejercicio, cinco libros leídos y capacitación laboral para el futuro, la decepcionante vuelta a la normalidad. Yo creo que no. Afirmo como falacia que tolerar una expresión del mal obliga a tolerar todas las otras. Intuyo, por mucho que me desanime, ni el urgente colapso del capitalismo llegará tan pronto salgamos de nuevo a la calle.

Leo poco y, además, siento que lo olvido todo. Hoy intenté releer un pedacito de Lydia Davis: desde las caderas huesudas hasta los hombros, hay una pendiente hacia abajo muy gradual, apenas perceptible, después, desde lo hombros hasta la punta de su morro, hundido en el pasto, una pendiente muy pronunciada.

Sin embargo, todavía me gusta hacer anotaciones y dibujos en tarjetas de trabajo. No tengo a la mano ningún tipo de material que apoye mi teoría, salvo las tarjetas mismas, pero estoy convencido que un bonche de estas contiene muchísimo más espacio que un cuaderno.

Anotaciones en tarjetas de trabajo, por ejemplo, una entrevista a Bertoni: “(…) sí como con susto, porque me estoy quedando totalmente afuera (…) me siento herido por la distancia (…) soy súper sano, pero en una cabeza que no se detiene, la razón funciona al revés. Siempre te dicen: los aviones no se caen. ¡Pero sí se caen, alguno se cae! Y el Kino nadie se lo saca, pero alguien se lo saca. Ese es el problema.”.

Scroll infinito en Instagram. R. y yo hablamos casi todas las mañanas; cerca de medio día intercambio mensajes con la familia. Por la noche, videollamada con M.

La enfermedad, indiferente a los planes y la narrativa del sujeto individual moderno, se expande, eso sí, con ayuda de los vacíos en la lógica de nuestro mundo.

En el capitalismo nada puede detenerse, y para millones el hambre es la medida de todas las cosas. Frente a un panorama sabido de precariedad se presenta otro, desconocido. Los gobiernos de cada país, cada cual con mayor o menor aprobación ciudadana —incluso, efectividad probada al paso— han tomado las medidas que consideran necesarias con tal de paliar la crisis.

Vamos a salir de esta (o no), me dice A.

Acaso sea verdad.

Me acomodo a lo ancho, dejando mi nuca descansar sobre el alfeizar y los pies sobre el aire, a menos de diez centímetros de mi oreja izquierda hay una pipa con hachís. Pronto, los cubiertos de hoy ocuparán su lugar en el fregadero junto a lo de anoche.

Durante varias tardes me senté a ver las plantas tomar el fresco.

Anotaciones en tarjetas de trabajo, por ejemplo, pegostes armados a partir de varias fuentes: históricamente, hubo épocas en que la gente no pensaba en sí mismo como individuo; en muchas sociedades tribales tempranas se veían como solo como parte de la tribu; Liao Yiwu: “Durante mi encarcelamiento, la monotonía de las noches era aún más insoportable que los piojos y las garrapatas. Se servía la cena a las cinco, y el timbre para acostarse sonaba a las diez. Quedaban cinco horas por matar. Solo se nos permitía ver la televisión un par de noches a la semana. El resto del tiempo, estábamos allí sentados sin nada que hacer. Los miembros de la clase superior jugaban en secreto a las cartas y al mahjong, juegos que estaban prohibidos.”. Resumiendo: la diferencia entre autonomía y libertad es que la autonomía queda estática, se basa en un individuo que de alguna manera existe por su nacimiento, no se basa en instituciones sociales ni responsabilidad, excepto por limitaciones negativas (lo que no puede hacer).

Precisamente por esto no me atrevo a reflexionar el encierro, cualquier comparación, por literaria, me parece forzada e injusta, al fin y al cabo, ¿cómo podría equiparar lo que me sucede aquí con el encarcelamiento de un preso político chino? Tampoco me siento cómodo al pensar que existe algo de placer en conocer el mundo sin cobrar importancia o significado en él, al contrario, reconozco pura angustia. Pese a todo, la vanidad de mi propio autorrelato es útil para llevar un día a la vez; además, estoy dispuesto a concederme algo que recién aprendí como una verdad operativa, y es que tampoco resulta justo comparar distintas cantidades y formas de experiencia.

Hoy, antes de servir el desayuno, necesito lavar los trastes de ayer.

Scroll infinito en Facebook.

Entre finales de abril y principios de mayo dormí alrededor de 36 horas seguidas. Tomé un descanso para repetir la acción durante otras 24 horas, esta vez, dedicando mayor tiempo a los intervalos de vigilia. En otras palabras, desperté cada tanto para cambiar de posición e ir al baño. Más tarde leí un artículo en internet. Según explica el entendido, los recuerdos del encierro no tardarán en volverse difusos.

Necesitamos noticias. No solo malas noticias: buenas noticias y noticias que no sean ni buenas ni malas; por un instante me digo que conozco mayo como la tabla de multiplicar (…) pero el próximo año habré olvidado probablemente mi aritmética y quizá tenga que aprender de nuevo a no confundirme.

Dormí del 29 de abril al 2 de mayo del 2020.

Te hablo de ello porque yo estoy aquí y tú estás lejos.

Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño, ocho horas para la casa. Si los filósofos deben teclear la columna del mes, los demás necesitamos seguir trabajando —con un poco de suerte, en lo nuestro.

Anotaciones en tarjetas de trabajo, por ejemplo: “Yo he leído su resto, pero lo más sabio y definitivo que he escuchado no es de un filósofo, es de Tribilín. O sea, yo leo a Spinoza y le creo, leo a Heidegger y me lo trago, Schopenhauer me encanta, pero todos dicen cosas distintas.”; a veces, subrayo: el pánico superviviencialista es eminentemente político y nos lleva a percibir a los demás como amenazas. ¿Y si al desempleo de la crisis se le suma el desempleo normal?

Anoche dejé a medio ver un documental sobre un famoso ermitaño japonés. Pobre tipo, en sus gestos era evidente la incomodidad, incluso tuvo que vestir calzón para poder salir a cuadro. Toma en cuenta, también, el miedo de que cualquier bicho traído por los investigadores pudiera arriesgar la sanidad de su isla —la curiosidad de los otros siempre viene acompañada de humedad, lo que, obvio, pudre el arroz. En fin, esto pasó hace años, de modo que ya conozco el desenlace: en algún momento, el gobierno de Japón decidió, en su nombre y por su propio bien, que era necesario obligarlo a volver a la civilización.

En azúcar de sandía se registraron los hechos, tal y como la vida, una y otra vez, sobre azúcar de sandía.

Por mi ventana no cruzan vacas. Desde las habitaciones puedes ver la pared de un edificio de tabiques rojos; desde la cocina, si te asomas, hay un número indefinido de escaleras de caracol que llevan hacia azoteas y pequeñas bodegas.

No miro vacas, y aquí está tan cerca que a veces son tres y siempre demasiado pequeños.

En el edificio de a lado, cinco pisos arriba, hay un grupo de albañiles cargando vigas y lo que parece un perro con suéter amarillo. Cruza un avión e intento registrar el acontecimiento con la cámara del teléfono.

Hoy almorzaré de pie en la barra de la cocina. Fruta y té negro. Necesito lavar los trastes, sobre todo, la olla de arroz.

La misma amiga del asunto Kaczynski: Si la “sana distancia” sonaba sacramentalmente católico, la “nueva normalidad” suena mucho a distopía.

Scroll infinito en Facebook: no importa cuánto se vean las estrellas, una azotea no es el exterior.

Anotaciones subrayadas, por ejemplo: el control total de la vida por los aparatos del Estado como necesidad médica; poquito más abajo: Achille Mbembe: “El poder de matar ha sido completamente democratizado. El aislamiento es precisamente una forma de regular ese poder (…) Esta es la lógica del sacrifico que siempre ha estado en el corazón del neoliberalismo (…) Los que no tienen valor pueden ser descartados.”.

La normalidad es el problema. Eso en teoría, ¿pero cómo se le hace?, ¿quién tiene razón?

Bueno, solo tengo dos cosas que decir al respecto. La primera, las computadoras siempre tienen la razón, aunque esto no se trata de tener la razón. La segunda, Tribilín; uno nunca sabe, realmente estás al garete. Aprenderemos algo. “Si un marciano bajara a la Tierra, abriera un platillo y dijera ‘oye, ¿qué pasa aquí?’, yo le tiraría esa pura frase.”.


Andrés Paniagua (CDMX, 1992). Es autor de Usted está aquí (Ed. Mantarraya, Mx, 2016), Sin nada detrás (Periferia de escribidores, MX, 2019), (Una banda de punk llamada) Rattus (Barnacle, Buenos Aires, 2020) y coautor de Señales de Ruta (Herring Publishers México-Gold Rain, Mx, 2019). A veces traduce. Ha colaborado en distintas revistas y sitios web como Tierra Adentro, Oculta Lit, Dolce Stil Criollo, Vozed, Digo.palabra.txt, Low-fi Ardentía, El Humo, Al-Araby, San Diego Poetry Annual, entre otros. Forma parte de Lhabloratorio Colectivo. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en el periodo 2017-2018.

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