Nos orinábamos encima para volver a casa
Era en la primaria, primer o segundo grado, y ninguno de nosotros tenía problemas de vejiga. Si acaso, el anhelo de regresar a nuestros cuartos repletos de juguetes brillantes, a nuestras casas para ser arropados por mamá. Hoy por hoy, me gustaría decir que planeamos una resistencia urinal frente a la dura disciplina del colegio. Nada más falso. Todo ocurrió por inercia.
Un día de mucho calor mi compañero H., un niño sobresaliente que cumplía sus deberes académicos con rigor, se paró para decirle a la maestra que se había orinado encima. Permanecimos en silencio; absoluta disciplina, respeto para el compañero miado. Acto seguido, la maestra lo escoltó a la dirección, donde llamaron a su mamá para que lo llevara de vuelta a casa.
Primero creímos que se trataba de un colega caído en batalla, un hombre derrotado por sus necesidades fisiológicas. Así como en los viejos, nada podría haber despertado más compasión. Pero en realidad, H. era punta de lanza, vanguardista. El niño fue un visionario que abriría la puerta a una de las maneras más prácticas para escapar de los deberes escolares.
H. fue el primero de lo que se convertiría en una tendencia dentro del aula. Cada dos o tres días, alguno de nosotros se miaba y lograba salir del colegio. Había jornadas en las que incluso más de uno se orinaba encima para volver a casa. Es extraño cómo, sin ponernos de acuerdo de forma explícita, diseñamos una metodología para miarse de forma efectiva. Primero, había que pedir permiso a la maestra de catecismo temprano en la mañana y salir al baño. Una vez afuera, uno se llenaba el estómago con agua en los bebederos. Y para terminar, ya entrado el día de trabajo, sólo había que permitirse orinar los pantalones, ponerse de pie y, con la mancha calientita todavía, pedirle ayuda a la maestra.
Toda nuestra comunicación partía de la intuición y de la lectura del entorno. No había una cofradía de miones, ni reuniones secretas en alguna especie de club exclusivo. No era una conjura lo que hacíamos. Tampoco puedo decir que todos los que nos orinábamos nos teníamos en estima. Sólo compartíamos objetivos y sabíamos descifrar los mensajes de los compañeros en armas.
Pero como en cualquier guerra, también hubo desertores y cobardes. Me da coraje pensar que había en nuestro grupo chicos pudorosos, recatados, limpios y con cabello engomado, que en lugar de orinarse mojaban un poco sus pantalones con agua de los bebederos y fingían ser parte de los miones del salón. Toda nuestra estructura, nuestro método, nuestra forma magnífica de operar nunca dicha abiertamente ni siquiera entre nosotros, se vino abajo el día en que uno de los pudorosos fue descubierto en pleno acto. Nada más deshonroso que un montón de miados falsos y repletos de artificio.
Aplaudo la manera de resolverlo del colegio. Después del incidente que nos delató, la dirección pidió a nuestros padres que, en lugar de llevarnos de regreso a casa, nos trajeran unos pantalones limpios. El primer día que vimos a uno de los nuestros regresar al salón sin la mancha de orina, con el olor a suavizante y el gesto de derrota, creímos que todo estaba perdido.
Un día A., uno de los nuestros, dio un paso decisivo. Fue un gesto tan increíblemente vergonzoso, que ni siquiera un par de pantalones nuevos iban a resarcir el daño que recibió su imagen pública. No hubo necesidad de pedirle ayuda a la maestra, el olor inundó el salón. A. lo había conseguido, con la cagada casi escurriéndole por la pierna, A. escapó de los deberes académicos y volvió a su cuarto repleto de juguetes brillantes.
Julio 2020
Jesús de la Garza