Las chispas que encienden la memoria son una energía arbitraria que incendia todo con provocaciones insospechadas: una canción, una botella vacía en la calle o un tepache avinagrado de una semana. Nos encontramos entonces en un no lugar donde todos los tiempos son en comunión y nada ha cambiado y nadie ha muerto realmente.
Ismene Venegas es una chef que entiende este potencial tan devastador y a la vez tierno de los alimentos. En “Lengua partida” combina el tecnicismo gastronómico con un ensayo íntimo donde la escritura hace una coreografía simultánea con la prosa. El tepache que reconstruye se vuelve en sí en un ensayo líquido donde Venegas explora la memoria de su padre y su historia afectiva con la comida.
E.L.A
Lengua partida
En la cocina un frasco enorme de vidrio jugaba el papel de vitrolero. Ahí mi papá sumergía las cáscaras de piña en agua y las dejaba macerando por varios días. En la superficie del líquido se formaba una tela blanquecina, burbujas. Despedía un olor intenso que atraía a los mosquitos de la fruta y éstos se mantenían a raya por una manta de cielo sujetada por una liga a la boca del frasco. Ese olor no me parecía agradable, educada como estaba por una jarra super cool que rompiendo muros anunciaba en la televisión los sabores artificiales en colores brillantes del Kool-aid. Sin embargo, sentada a la mesa a la hora de la comida, me tomaba obediente mi vaso de tepache.
De niña le rogaba a mi padre que me contara historias de su infancia y siempre me contaba las mismas dos o tres. Entre esas memorias que me compartió hay una con la que construí mi propia película del niño que fue: él y sus amigos detienen el juego de béisbol campero para correr tras el tren que baja la marcha al entrar a Matamoros, suben a las cajas de carga en movimiento que están repletas de piñas, las lanzan al suelo. Ahí recogen las piñas y las comen hasta sentir la lengua partida por un ardor que sube desde la tierra suelta del pastizal bajo un sol implacable.
*
En octubre del 2007, durante la temporada de incendios forestales del sur del estado de California se registraron una serie de eventos en los que se prendieron cerca de 4000 kilómetros cuadrados de extensión: chaparral, valles, cañones y una zona residencial de alto perfil. Las columnas de humo y el resplandor anaranjado del fuego eran visibles en las imágenes satelitales. Una pobre temporada de lluvias invernales y las altas temperaturas del verano secaron al extremo a la vegetación del chaparral: material combustible. El aire seco de los vientos de Santa Ana alimentó el ímpetu destructivo del fuego. En ese octubre el viento seco no paró de soplar por tres días seguidos, ráfagas violentas que alcanzaron una velocidad de 90 kilómetros por hora.
De este lado de la frontera hubo fuertes fuegos aislados en áreas silvestres en tres de los principales municipios del estado de Baja California. En Ensenada el ambiente estaba saturado de una mezcla de tierra y humo que parecía neblina y filtraba la luz del sol en un tono apocalíptico. Desde la ventana de la habitación del hospital podía ver como afuera el viento doblaba a las palmeras, troncos perpendiculares a sí mismos. En la habitación contigua a la de mi papá un pequeño bebé se esforzaba por vencer una neumonía que mantenía desencajados los rostros de sus padres. El bebé permaneció internado durante una semana. Mi papá también. Unos días después de que le realizaran una colonoscopía y de que le extirparan un pedazo significativo de intestino grueso invadido por el cáncer, el Doctor Brugada le retiró a mi padre la bolsa de suero que le goteaba en el brazo a través de una cánula. El médico le sugirió que incrementara la ingesta de líquidos.
─Señor Francisco le voy a pedir a la enfermera que le tenga siempre una jarra de agua de fruta que va a estar tomando constantemente, ¿de qué sabor la quiere?
─De piña.
*
Nunca antes había hecho tepache. La verdad es que nunca me gustó. De niña lo tomaba por la misma razón por la que pasaba mis vacaciones de verano en Mexicali con mi padre: porque lo amaba. Se lo hice saber de muchas formas. Así fuera tolerar el sabor del fermento de piña que él preparaba o dejar atrás la brisa del mar de Ensenada para pasar el infierno estival del auto sin aire acondicionado en el desierto. Durante el encierro de esta cuarentena me uní al gremio que usó a la cocina como una estrategia en el manejo del desasosiego pandémico. Horneé pan de plátano, elaboré una masa madre y fermenté algunos vegetales. Con una piña me di a la tarea de preparar tres litros de tepache. Seguí las indicaciones de una amiga, como si jamás hubiera sabido qué camino tomar para hacerlo. Calenté agua en una olla a la que le arrojé cuatro clavos de olor, tres pimientas gordas, dos trozos de canela y un cono de piloncillo. Cuando estuvo a punto de romper el hervor, apagué el fuego y le agregué más agua. Mientras el jarabe se enfriaba trabajé la piña. La pelé toda, dejando en la cáscara suficiente carne para que en la pulpa no quedaran ojitos. Una vez frío el jarabe especiado lo colé y lo vertí en un vitrolero. Añadí las cáscaras de la piña y tapé el contenedor de vidrio con un filtro de café sujeto a la boca. Con dos días de maceración se formó la capa blanquecina de la superficie. Y en el fondo se precipitó un manto gris que no sé explicar en qué consiste.
Al tercer día lo probé: una pequeña muestra de jugo fermentado con un par de cubitos de hielo. El sabor me resultó muy bueno: especiado, ligeramente ácido, encontré trazas de una dulzura agradable, muy poco pronunciada. En verdad estaba bueno, me gustó. Aun cuando el sabor era rico decidí continuar la maceración más tiempo, guiada por el impulso malsano de estar segura de que algo no lo estaba haciendo bien. Días más tarde abrí la llave del vitrolero y colé el jugo fermentado en una jarra. De nuevo lo probé bien frío: ahí estaba el aroma picante a vinagre del frasco de mi infancia. El sabor, ácido en extremo, opacaba a las especias y hallé el tufillo que a veces despiden las cervezas caseras, turbias, con las que de pronto me he topado. Creo que ese sabor se parecía más al tepache de mi papá. A pesar de la nostalgia y el cariño, no me pareció agradable. Supongo que aprendí a prepararlo: tres días de fermentación son suficientes.
No estoy segura de que mi papá usara especias al hacer su tepache. Me parece que no, o bien esa es la historia que me cuento, pero en realidad no tengo registro de cómo preparaba la bebida, sólo lo recuerdo a él macerando las cáscaras en el frasco. Tampoco sé cómo fue su infancia. Sólo sé que un día él y sus amigos detuvieron un juego de béisbol campero para ir a comer piñas que bajaron de la caja de un tren en movimiento.
Ismene Venegas (Ensenada, 1977) Estudió la Licenciatura en Gastronomía en la Universidad del Claustro de Sor Juana; es coautora del libro Plantas nativas comestibles de Baja California, editado en 2018 por Culinary Art School y Alce Producción, ha publicado sus textos en revistas El Septentrión y Pez Banana; lideró la cocina del restaurante campestre El Pinar de 3 Mujeres en el Valle de Guadalupe.
¡Qué delicia! ❤
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