En 1996 la Nintendo 64 era lanzada a los mercados. Durante mi infancia, la consola me regaló horas y horas de entretenimiento. Hoy, en medio de una contingencia sanitaria y con una posible crisis económica en puerta, me debato si debo o no gastar mis delgados ahorros en una Nintendo Switch.
Donkey Kong 64 fue el primer título que jugué en aquel aparato color verde jungla, el cartucho amarillo banana presentaba al simio protagónico y mis manos sudaban de la emoción. En aquellos días donde mi única preocupación era mantener un promedio de beca, mi madre me ayudó a instalar la consola a la televisión, me explicó qué era y cómo jugar.
Aunque tenía la mejor de las intenciones, fracasó miserablemente en pasar del primer nivel, una cueva que escondía monedas con pequeños plátanos de oro resultó ser demasiado para ella. Bueno, ahí tú le buscas, me dijo pasándome el control. Yo, en ese momento, tampoco pude resolverlo.
Mi primera consola es también una de las pocas imágenes felices que conservo junto a mi madre. La mayor parte de mi niñez, al menos como yo la recuerdo, está marcada por una tormentosa vida doméstica, desatada en gran parte por una figura paternal periférica. Creo que mi primera consola es un recuerdo feliz de la vida familiar que me hubiera gustado tener.
Ahora, encerrado en mi departamento y lejos de mi madre, conecto la consola por mi cuenta. Los cartuchos aún funcionan, aunque a veces tengo que soplarlos. Nadie me pasa el control, sé lo que tengo que hacer. Guío a un mandril para ayudarle a conseguir sus bananas mientras pienso en una lista de compras. El primer nivel ya no representa un reto. Equipo a mi alter ego con una bazuca de cocos y recuerdo que mi madre, siempre adelantada a mis necesidades, compró el cubrebocas y los guantes que usaré mientras hago la despensa.
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Durante mi adolescencia la GameCube, también una consola de Nintendo, sirvió como lubricante social. Mi carácter introvertido y delicado encontró rápidamente espíritus afines y me hice de un primer círculo de amigos. En plena guerra contra el narcotráfico, y viviendo otro tipo de claustro, pasábamos las noches pegados a la televisión. Hoy no mantengo contacto con ninguno de ellos.
Estas jornadas nacionales de distanciamiento social han hecho más palpables las ausencias de muchas personas, incluso de aquellas que llevan años sin presentarse en nuestras vidas.
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La última consola que tuve fue la Nintendo Wii, y como una alegoría cruel al tiempo que divina, fue fulminada durante una tormenta eléctrica después del divorcio de mis padres. No me quedaron ánimos de adquirir una nueva.
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El crítico de cine Roger Ebert decía que los videojuegos nunca podrían ser arte, debido a que los juegos están esencialmente compuestos por reglas, objetivos y, a diferencia del arte, se pueden ganar.
Estoy de acuerdo con Ebert, pero también me siento con el derecho a disfrutar de la banalidad que los videojuegos traen consigo. No todo lo que nos hace felices tiene que llamarse arte. Algunos de mis amigos quisieran bailar sobre la tumba de Roger Ebert, pero yo me contentaría con dejarle alguno de mis títulos favoritos, como The Legend of Zelda: Majora’s Mask.
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Reviso mi estado de cuenta y el precio de la Nintendo Switch en MercadoLibre. Sé que lo mejor para mi salud sería pedirla a domicilio. Sé que podría pagarla. Sé, además, que podría comprarme algún juego con lo que reste del dinero para pasar la cuarentena. Pero algo dentro de mí me impide darle clic a comprar.
Lo tengo claro. Soy un soplacartuchos y, para matar el tiempo y quedarme en casa como recomienda la Secretaría de Salud, repito aquel ritual que me enseñó mi madre: conectar la consola, tomar el control y fracasar en el primer nivel.
Jesús de la Garza. Junio 2020.