La fiesta de las nubes // Bladimir Ramírez

Noto en el trabajo de Bladimir Ramírez una búsqueda por el floreteo lingüístico que no compromete la precisión anecdótica y formal. En «La fiesta de las nubes« cada palabra ha sido hilada con cuidado para presentar un hermoso traje de noche narrativo.

Además, nos da una imagen bastante acertada de la maternidad mexicana que a muchos nos tocó conocer. Nuestra idiosincrasia y cultura toman cuerpo y son evidenciadas desde este cuento cargado de emoción e infancia.

J.G.


La fiesta de las nubes

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Ahí está. Plástica y certera. Sabe cuál es su poder sobre mí, de qué es capaz. Si tuviera dientes, sonreiría para burlarse. La chancla de mi madre materializa la maldad, rompe la alegría. La chancla de mi madre es mi peor enemigo, un rival indestructible, la razón del miedo. El juez más severo de todos.

        Hacía mucho calor, el pasto estaba seco y la tierra se rompía de sed. No había muchas nubes. Estaba en mi cuarto, solo, encerrado cerca de la ventana intentando refrescarme. Las tardes eran largas dunas desérticas, sin sombra y casi sin viento.

        Salía al patio. Me gustaba mojarme la cabeza con el agua de la pila, aunque tuviera un sabor a cloro, a lama y agua podrida. Era más fácil respirar estaba mojado. Cuando mi mamá me encontró solo, con los ojos cerrados y la cara mojada, me gritó. De un solo grito rompió con la armonía. Si te vuelvo a encontrar mojándote te voy a pegar con la chancla. Fue todo lo que dijo. Sembró una amenaza, activó una bomba de tiempo.

        Dejé de ir al patio.

      Fue un día de agosto. Las nubes empezaron a juntarse hasta que el sol desapareció del cielo. La luz de la tarde era de un color gris húmedo. Podía oler la lluvia antes de que llegara. Sentía el aire fresco.

        Empezó a llover.

        Las ventanas sufrían el bombardeo constante de la tormenta. Llovía mucho, los cristales estaban empañados. Pensaba en lo felices que son las nubes, pensaba en que, para ellas, una tormenta es una gran reunión con muchos invitados, cena, baile y diversión. No me daba miedo la lluvia; quería ser parte de ella, caer con fuerza y hundirme en la tierra. Que nadie pudiera sacarme del lodo, ir y venir de la nube hasta el piso una y otra vez, sin descanso.

       Veía desde mi ventana la tierra que poco a poco se convertía en lodo. El nacimiento de los charcos y el patio, con sus ríos diminutos. El sonido del agua del cielo que caía sobre el agua de la pila llenaba la tarde.

      Suspiraba. Mis suspiros eran relámpagos pulmonares. Pensaba, si yo fuera una nube. Si yo fuera una nube sería una nube chiquita, gris, cargada de mucha agua y siempre lista para llover. Si fuera una nube sería más feliz, porque las nubes no tienen nada qué ocultar, no tienen nada qué temer.

     Mi mente se hacía blanca y espumosa; después metálica y gris. No pensaba en nada más. Mi mamá estaba sentada en la sala, veía la televisión. Ni siquiera notó cuando me salí de la casa.

       Afuera, yo era la única nube del mundo condenada al suelo. Sentía, en todo mi cuerpo, la caricia fresca de la tormenta. Bailaba de frío y felicidad. Me quité la ropa, porque las nubes no la necesitan. Nunca antes me sentí tan nube, tan libre, tan ligero. El chapoteo lodoso de mis pies era una declaración de libertad. Lluevo, luego existo. La libertad era eso; bailar entre el lodo, tener la mente en blanco, ser uno con el agua y la tierra.

      Caían rayos, no había luz porque las nubes grises, casi negras, son cortinas de metal que alejan al sol. Estaba solo en el patio y sentía que estaba solo en el mundo, que nadie más existía sobre la tierra, que la única compañía que necesitaba era la lluvia.

      El programa que veía mi madre duró menos que la tormenta. Después de un rato notó que yo no estaba en mi cuarto y que afuera llovía. Ahí estaba su hijo, desnudo, jugando a ser nube, rompiendo las reglas, haciendo más grandes los charcos. Salió de la casa con furia. Tomó  la chancla, dispuesta a todo.

        Su mayor coraje era que me iba a enfermar. Pero esa no fue la razón de los chanclazos, estoy seguro. Mientras me golpeaba, decía, entre un golpe y otro: pa-ra-que-se-te-quite-la-ma-ña-de-an-dar-brin-can-do. Respiraba para recuperar el oxígeno y la fuerza. Ve-no-más-que-co-chi-nero-hi-cis-te. Una bocanada grande, iracunda. Los-ni-ños-no-ju-e-ga-n-a-se-er-nu-be. Y cesaron los golpes para que disfrutara mi llanto, para que hiciera con mis lágrimas un recuerdo indeleble. De mis ojos brotaba otra tormenta, una que no podía disfrutar.

        Desde entonces, basta con que ella tome la chancla para que yo deje de soñar y obedezca. La chancla disipa las nubes y los sueños. La chancla es una sensación caliente y seca. Atemorizante.

       Ese día supe qué tan felices son las nubes del cielo y cuánto sufrimos nosotros, las nubes del suelo. Entendí que la libertad existe cuando crees que nadie te observa, que hay cosas que nadie debe saber, que la felicidad se vive a solas y en secreto.


Bladimir Ramírez (Zapotlán,1996). Es estudiante de Letras Hispánicas en el Centro Universitario del Sur. Ha participado en congresos nacionales, como el CONELL (Morelia 2018) el CONACREL (San Luis 2018) y el EIELLZ (2018). Ha tenido menciones honoríficas en concursos literarios universitarios. En 2019, su cuento “Libertad del conejo blanco” fue incluido en la antología Si era dicha o dolor, de Editorial Paraíso Perdido y La décima letra. Su cuento “Muñecas” fue finalista del concurso internacional de cuento Juan Rulfo 2020.

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